Al filo de la navaja
Recuerdo, como si fuera ayer, la súplica que me hicieron en el penal de Chonchocoro el Vinchita y Opimi, jóvenes delincuentes cruceños, para trasladarlos de inmediato a cualquier cárcel, ante la amenaza que recibieron del sanguinario Choco Azogue, quien había ordenado su baja, es decir, en la jerga carcelaria significa “orden de ejecución”. Una hora antes había sido ejecutado un muchacho conocido como El Guarayo, y meses antes El Chichuriro, por órdenes del mismo jefe mafioso de la prisión. Me encontraba aturdido por el dantesco escenario del crimen que se ofrecía ante mi vista, con manchas de sangre por todas partes. Los dos muchachos, rodeados de otros reos, me insistían en el traslado, mientras mi mente divagaba en los deberes que me imponían mi conciencia y mi cargo. Estaba consciente de que ese traslado sólo podía ordenarlo el juez de ejecución penal, pero ¿cuánto tardaría en llegar esa orden? El tiempo apremiaba y tomé la decisión bajo el influjo del principio fundamental del resguardo a la vida y de la limpidez de mi vida. Era viernes y casi al morir la tarde firmé la orden de traslado al penal de San Pedro para los dos convictos. El lunes próximo iniciaría los trámites legales del traslado.
El nombre del Vinchita estaba ligado a un crimen terrible ocurrido en Santa Cruz. Su cara, casi de un niño, no delataba su alta peligrosidad. A los 17 años, luego de una maratónica carrera delictiva, había alcanzado el máximo grado de la pena en Bolivia, con el asesinato alevoso de una niña a la que había atracado y asesinado de la manera más cruel. El otro, Opimi, estaba condenado por haber matado a un policía. Era fin de semana y aquel viernes viajé a Cochabamba con la mente cargada de emociones y temores. Las posibilidades reales de caer en una trampa, de ser mancillado en mi honor y de tomar decisiones riesgosas eran constantes en mi trabajo. Todo, absolutamente todo, se podía esperar de gente condenada a la pena máxima, que ya nada temía perder. ¿Qué hubiese ocurrido si no tomaba esa decisión? Con seguridad los familiares de dichos delincuentes y los presos me habrían crucificado.
El domingo, Cochabamba amaneció con un sol primaveral estupendo. Nada hacía presagiar el peligro. A mediodía, cuando me encontraba almorzando con mi familia, recibí por celular una noticia que pinchó con acero candente mi cuerpo. El Vinchita y Opimi acababan de fugarse del penal de San Pedro. Me trasladé de inmediato al aeropuerto y de allí a La Paz. Era consciente de lo que me esperaba. Nadie creería en la honestidad de mi decisión. Para mis adversarios sería fácil inventar historias y hacer leña del árbol caído. Al día siguiente, lunes 27 de septiembre de 2004, la noticia de la fuga del Vinchita ocupó los primeros espacios de la prensa escrita, oral y televisiva. Por el momento nadie se preguntaba por qué ese reo se encontraba en San Pedro y no en Chonchocoro, eso vendría después…
Eran las 13.30 de aquel lunes, cuando otra llamada sacudió mi ser. Los prófugos acababan de ser recapturados. La noticia parecía inverosímil. El Vinchita, en estado de ebriedad, había cometido el error de llamar a un policía de Chonchocoro, para burlarse, diciéndole que ya no requería de sus servicios. La Policía rastreó la llamada, ubicó la guarida de los prófugos y los recapturó. La aterradora vigilia había terminado. El Vinchita finalmente fue horriblemente asesinado en Chonchocoro el año pasado. El recuerdo de su espectacular fuga, recaptura y muerte, me convence que a veces en la vida, cualquiera sea la decisión que uno tome, siempre estará en riesgo de caer en desgracia.