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Insensatez y sentimientos

La sentencia del Tribunal Constitucional Plurinacional sobre la inconstitucionalidad de un artículo de la Ley Marco de Autonomías y Descentralización, que establecía que a sola acusación formal de la Fiscalía autoridades estatales electas debían ser suspendidas de sus cargos, produjo que varias autoridades volvieran a sus funciones de las que, en algunos casos, habían sido no sólo ilegalmente sino injustamente apartadas. Este es el caso de don René Joaquino, alcalde de Potosí.

En medio de una disputa política sin cuartel y a raíz de la aplicación de una norma claramente inconstitucional, denunciada por varias voces, don René vio, durante más de un año, su nombre y sus acciones sujetos a la calumnia y el insulto. No valieron su larga trayectoria impecable como funcionario ni “la bendición del voto” de su ciudad, que lo eligió por tercera vez. En flagrante violación de los derechos a la Justicia, a la presunción de inocencia y al respeto a la intimidad, el Alcalde pasó por un calvario administrativo y, en cierto modo, la ciudadanía potosina también, porque “pagó el pato” al volver a los viejos tiempos de una administración descabezada, con la consecuente incertidumbre y baja de eficiencia. Fue un caso típico de insensatez institucional y de irrespeto a la dignidad de una persona. Esto se repite cuando las normas son empleadas irresponsablemente, como dijo el presidente Morales, al cuestionar el uso irresponsable del revocatorio de mandato.

Hay varios casos en otros puntos del país; destacan un proceso de causa ridículo a Ernesto Suárez, quien fuera gobernador del Beni y el acoso a Rubén Costas, gobernador de Santa Cruz. Sólo para mencionar situaciones en la administración estatal, dejando de lado los procesos que corresponde al ámbito de la justicia ordinaria (como el bullado caso Rózsa) de los cuales salen cada día más culebras y alacranes.  

La sensatez de la institucionalidad y el respeto a la dignidad y a los derechos de las personas son dos cosas muy relacionadas. Pocas veces dos líneas que formalmente parecen tener poco entre sí, convergen y dan cuenta de que en asuntos de ciudadanía y democracia lo que tiene que estar en el centro es la persona humana. Puede parecer que cuando se habla de institucionalidad se está mencionando una abstracción, algo difuso, cuando no etéreo, hecho para los papeles y los procesos (palabra mágica que de tanto decirlo todo ya no significa nada). Sin embargo, las instituciones no son un fin en sí mismo. Muy por el contrario, son construcciones de seres humanos para mejorar la vida y la convivencia entre seres humanos. De ahí su importancia fundamental en el ejercicio de derechos y en el cumplimiento pleno de la ciudadanía.

La experiencia del trabajo de instituciones como la Defensoría del Pueblo enseña que los verdaderos avances en el cumplimiento de derechos se producen cuando la gente, por un lado, y los servidores públicos, por el otro, los conocen, los ejercen y los respetan. En determinados momentos cada ciudadano está en uno u otro lado de esa línea continua, demandando derechos o garantizándolos. En ningún momento deberíamos olvidar que no se está tratando con expedientes, números o enemigos desnaturalizados.

Los actos de la administración pública se realizan con y entre personas con sentimientos; y todas merecen respeto. Sobre todo cuando, como lo muestra la Historia, la tortilla suele dar tantas vueltas.