Voces

Saturday 27 Apr 2024 | Actualizado a 20:14 PM

La guerrilla

Una sensación de estafa general pende como una cucaña sobre las cabezas de la población.

/ 21 de abril de 2013 / 04:00

Pese a todo, debe de quedar alguien en este mundo de quien fiarse, algún asa de acero a la que agarrarse o algún pasadizo secreto del sistema para huir a caballo como si fuera un antiguo castillo. Según las encuestas, la inmensa mayoría de los ciudadanos ha perdido la fe en los políticos, en los banqueros, en los clérigos, en los empresarios, en los intelectuales, en los periodistas. Una sensación de estafa general pende como una cucaña sobre las cabezas de la población.

Los ciudadanos han comenzado a dar el futuro por perdido. Si en unas hamburguesas escandinavas de diseño han aparecido residuos fecales, ¿qué garantías tenemos de ir al cielo? Si la ternera que uno cree comer es, en realidad, carne de penco, ¿qué nos impide imaginar que un día nos servirán carne de perro antes de ir al infierno? Hablo de alimentos por ser una materia visible que uno manosea y compra en el mercado, cocina en casa y se la mete confiadamente en el estómago; pero hay otra materia invisible frente a la cual el público está más desguarnecido: se trata de esos autoproclamados líderes de opinión que, mientras unos dudan, los otros rebuznan y meten sus teorías en el cerebro de la gente sin que se pueda hacer nada por evitarlo.

Si la política se ha convertido en una bolsa de basura y los banqueros representan la moderna versión de los antiguos forajidos, si no existe ningún profeta evangélico que nos explique por qué permite Dios tanto dolor de los inocentes en este mundo, si en el fondo los intelectuales tienden a confundir el propio ombligo con un agujero negro del universo, no es extraño que el grueso de la sociedad busque su propio camino para sobrevivir. Como reacción dialéctica a la estafa general en la que vivimos atrapados, la solidaridad privada está creando un nuevo tejido social de autodefensa en los barrios, en las comunidades de vecinos, en las aulas, en los gimnasios.

La política queda a la espalda, cada día más lejos. El futuro está en que alguien te eche una mano. Puede que sean los parientes, los amigos, cualquier secta, alguna organización no gubernamental o el panadero de la esquina. Está empezando a germinar una nueva guerrilla urbana de gente solidaria que de momento no busca destruir nada, sino conseguir la salvación fuera del sistema, por sí misma.

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Travesía

Ya no existen maestros a los que seguir ni valores sólidos a los que agarrarse.

/ 17 de septiembre de 2017 / 03:54

Al final del verano, de vuelta a casa, empiezas a navegar el nuevo curso a merced de las fuerzas oscuras que te acechan en un mar lleno de peligros. Hay que estar bien pertrechado. Para llegar sano y salvo a un puerto abrigado después de sortear todos los escollos de esta dura travesía, no hay barco más seguro que el primer barco de papel que fabricamos cuando éramos niños con una hoja del cuaderno escolar donde habíamos escrito nuestros sueños más puros.

Después de doblar el papel varias veces de una forma determinada, abrías el pliegue y de pronto aparecía entre los dedos un maravilloso velero. Con un leve impulso lo botabas en una orilla de la alberca y comenzaba a navegar el agua estancada bajo el vuelo de libélulas verdes y amarillas. Podía ser un barco pirata, fantasma, mercante o de guerra. Pese a que la alberca albergaba algunos sapos, el barco siempre conseguía llevar a la otra orilla nuestros sueños incontaminados. Era un barco que nunca naufragaba.

Vivimos ahora tiempos de azar, entre la violencia y la banalidad. No sabes quién te vigila, quién te controla, quién decide por ti, pero eres consciente de que alguien puede apretar el botón que te hará saltar por los aires. Ya no existen maestros a los que seguir ni valores sólidos a los que agarrarse; y puesto que vale todo, pero nada es firme, en esta travesía confusa la salvación es ya una cuestión fiada a la imaginación de cada navegante. Un prisionero condenado a cadena perpetua descubrió la única forma de escapar: pintó una ventana abierta de par en par con un horizonte azul en la pared de la mazmorra y a través de ella conquistó la libertad. Aquel velero de papel que construiste con una hoja del cuaderno escolar para cargar en él los primeros sueños, hoy puede convertirse en un barco de salvamento si aquellos sueños, que transportaba, no han sido traicionados.

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Contagio

Prohibir el velo musulmán es una señal de debilidad, una forma de dar la batalla por perdida

/ 22 de octubre de 2016 / 15:23

No han pasado tantos años desde que muchas mujeres españolas se bañaban en el mar con enaguas; desde que la muerte de un familiar imponía a una adolescente un luto riguroso que ya no se quitaba jamás; desde que el recato femenino la obligaba a llevar mantilla en la iglesia, las mangas hasta el codo y la falda por debajo de la rodilla; desde que las abuelas se cubrían la cabeza con un pañuelo negro anudado en la barbilla para salir de casa; desde que la esposa estaba jurídicamente atada al marido; desde que una chica en bikini en la playa provocaba un escándalo hasta el punto que podía ser detenida por la Guardia Civil. Fue el contagio con las jóvenes europeas que ejercían su libertad en nuestras playas el que acabó con los vestigios de una vieja moral, aunque todavía queda algún juez que ante una agresión sexual tiende a culpar a la mujer de haber provocado al violador por la forma licenciosa en el vestir.

Se debate ahora la cuestión de prohibir o tolerar entre nosotros el velo que el islam impone a sus mujeres. El velo o el burka son símbolos de la absoluta sumisión de la hija o la esposa ante el padre o el marido musulmán, quien cree que les pertenecen en propiedad y les da derecho a taparlas de arriba abajo para que en la calle no provoquen deseos impuros ni nadie pueda mancillarlas con miradas obscenas. Eso mismo les sucedía a muchas mujeres españolas no hace tantos años. Pero prohibir directamente el velo musulmán supone usar las mismas armas del fanatismo religioso, y contra lo que parece, es una señal de debilidad, una forma de dar la batalla por perdida.

Por el contrario, la tolerancia y la libertad son la fortaleza de nuestra cultura. Da igual que una mujer lleve velo o un pollo frito en la cabeza. Al final, la libertad por contagio acaba por derribar todas las barreras. Así salió vencedor el bikini frente a las enaguas.

Es escritor y periodista español, columnista de El País.

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Comer, leer

Leer y comer son dos formas de alimentarse y de sobrevivir. No sabría decir qué es más necesario.

/ 24 de julio de 2016 / 13:48

Leer y comer son dos formas de alimentarse y también de sobrevivir. No sabría decir qué es más orgánico, más íntimo, más necesario. Los clásicos lo tenían claro: primero vivir y después filosofar. Pero sucede que hoy los más refinados creen que comer es también una filosofía y mastican lentamente los alimentos pensando en su naturaleza ontológica, imaginando el largo camino que han recorrido hasta llegar a la mesa.

Alguien sembró la semilla, regó las hortalizas, podó los frutales, salió de madrugada a pescar, apacentó el ganado. Alguien llevó todos esos productos al mercado. Alguien los cocinó con amor y sabiduría, con la cultura culinaria que arranca del neolítico. Los que comen así tratan de convertir también la sobremesa en un ejercicio moral, casi místico, y no necesitan ninguna enseñanza de tantos másteres chefs insoportables.

Por otra parte existen lectores exquisitos que leen buscando en cada libro la isla del tesoro y siempre encuentran el cofre del pirata. Hasta hace bien poco ningún artilugio se interponía en esa placentera navegación de los sueños que a través de las páginas de los libros se eleva hasta el cerebro, y tampoco ningún cocinero mediático perturbaba el trayecto que los alimentos naturales recorrían del plato al estómago. Pero hoy la cocina y la lectura están cambiando de sustancia. La cocina ha caído bajo la dictadura de los másteres chefs que ejercen el papel de intermediarios del gusto con sus platos estructuralistas; y la lectura se ha instalado en soportes digitales que imponen sus reglas al pensamiento con sus múltiples aplicaciones. Los artilugios informáticos exigen una lectura rápida, breve, fragmentada, superficial, líquida e inmediata. Los nuevos cocineros te obligan a admirar sus instalaciones artísticas en el plato sin preocuparse de lo que suceda después en el estómago. Así están las cosas.

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Culpable

Esa sensación de culpabilidad va más allá del proceso de Kafka, se cierne sobre la conciencia colectiva.

/ 18 de junio de 2016 / 03:33

El falso detective hizo la prueba. Abrió al azar la guía de teléfonos en la que constaban todos los usuarios, puso a ciegas el índice sobre el nombre de un ciudadano cualquiera y a continuación marcó su número. Al otro lado del aparato sonó una voz anónima. “Diga”. El falso detective preguntó: “¿es usted fulano de tal?”. “Sí, sí, dígame”. El falso detective con palabras escuetas le dijo: “lo sabemos todo, huya”. Y aquel desconocido huyó. Personalmente, esta huida me parece lógica, yo tal vez hubiera hecho lo mismo, puesto que la gente de mi generación, pese a haber sido bautizada, cree seguir viviendo en pecado original con la culpa agarrada a la nuca. De hecho si en la escuela el maestro te castigaba injustamente, llegabas a casa y tu padre te añadía otra bofetada de regalo. Mi generación atravesó toda la represión política y moral del franquismo y de la Iglesia bajo la doble amenaza del infierno y de la guardia civil. El infierno era hipotético, pero la pareja de la guardia civil podía cruzarse en tu camino y antes de que te diera el alto la mala conciencia ya te sacaba del subconsciente la culpa congénita. Algo habré hecho mal, pensabas. Al entregarle la documentación te sentías una hormiga perpleja frente a la autoridad con todo el sol en el tricornio.

Aun viviendo en democracia, a veces me dan ganas de ir a una comisaría para que me detengan por algún delito que todavía no he cometido. Si el comisario me preguntara qué daño he hecho en la vida, le diría que buscara en el archivo. Seguro que encontraría algo de lo que debería arrepentirme. Esa sensación de culpabilidad va más allá del proceso de Kafka. Atañe a los ciudadanos inocentes y a los líderes políticos. Es una niebla que se cierne sobre la conciencia colectiva. Es el inquisidor Torquemada que te invita a huir mientras ríe en la tumba a carcajadas.

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Comer, leer

/ 13 de junio de 2016 / 03:19

Leer y comer son dos formas de alimentarse y también de sobrevivir. No sabría decir qué es más orgánico, más íntimo, más necesario. Los clásicos lo tenían claro: primero vivir y después filosofar. Pero sucede que hoy los más refinados creen que comer es también una filosofía y mastican lentamente los alimentos pensando en su naturaleza ontológica, imaginando el largo camino que han recorrido hasta llegar a la mesa. Alguien sembró la semilla, regó las hortalizas, podó los frutales, salió de madrugada a pescar, apacentó el ganado. Alguien llevó todos esos productos al mercado. Alguien los cocinó con amor y sabiduría, con la cultura culinaria que arranca del neolítico. Los que comen así tratan de convertir también la sobremesa en un ejercicio moral, casi místico y no necesitan ninguna enseñanza de tantos másters chefs insoportables.

Por otra parte existen lectores exquisitos que leen buscando en cada libro la isla del tesoro y siempre encuentran el cofre del pirata. Hasta hace bien poco ningún artilugio se interponía en esa placentera navegación de los sueños que a través de las páginas de los libros se eleva hasta el cerebro y tampoco ningún cocinero mediático perturbaba el trayecto que los alimentos naturales recorrían del plato al estómago.

Pero hoy la cocina y la lectura están cambiando de sustancia. La cocina ha caído bajo la dictadura de los másters chefs que ejercen el papel de intermediarios del gusto con sus platos estructuralistas, y la lectura se ha instalado en soportes digitales que imponen sus reglas al pensamiento con sus múltiples aplicaciones. Los artilugios informáticos exigen una lectura rápida, breve, fragmentada, superficial, líquida e inmediata. Los nuevos cocineros te obligan a admirar sus instalaciones artísticas en el plato sin preocuparse de lo que suceda después en el estómago. Así están las cosas.

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