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Ferrocarriles y mundo

Sebastián Piñera reinauguró el 13 de mayo, y en ocasión de su centenario, el tramo chileno de la vía férrea entre Arica y La Paz, sin disipar dudas bolivianas. “Ferrocarril, carril, carril, Arica-La Paz, La Paz, La Paz, un paso pa atrás, pa atrás”, oía cantar a mi abuelo Carlos, cuando, presumo, recordaba tonadas protonacionalistas críticas a su construcción (o quizá a su demora). La obra, que se inició en 1906 y se concluyó en 1913, fue el notorio resultado del Tratado de 1904 y de las políticas del Partido Liberal, que confió en la locomotora como el medio para poder recuperar el perdido acceso marítimo; tosca ilusión.

Como resultado, el tren consolidó a Arica como un puerto exportador para Bolivia, y fomentó los vínculos con la economía mundial, ayudando a plasmar al país como clásico modelo de “enclave”, ligado afuera, sin nexos adentro. También, aunque aquí no recuerdo voces señeras de mi abuelo, la vía férrea entre Antofagasta y Oruro, concluida en 1892, mereció parecidos cuestionamientos de actores locales. Cuando sus efectos devastadores se empezaron a sentir en el mercado interno, en Cochabamba se apostrofó: “Maldito Ferrocarril”. Había razones sobradas, pues, por sus paralelas de acero y sus amplios vagones comenzaron a llegar harinas chilenas que desplazaron de las plazas andinas y mineras a aquellas elaboradas en los valles, por medio de rústicos molinos hidráulicos de piedra. Así, Cochabamba vio su economía devastada al perder sus seculares reservorios y a la par que se desdibujaba el apelativo de “Granero del Alto Perú”, que ya no recuperaría nunca más.

Sería fácil decir que ambos ferrocarriles fueron piezas de la artillería civil descargada desde Chile, país que además de un rico territorio costeño, deseaba tomar de nosotros aquellos potenciales mercados. Los procesos históricos son más bien multicausales, resultado de actores e intereses diversos. Las locomotoras fueron piezas maestras del anhelo de modernidad y progreso de las élites oligárquicas bolivianas, que se entusiasmaron con la fuerza redentora del vapor, considerándola capaz de desbrozar las trabas del freno del pasado y del asilamiento pueblerino. De ahí que desde fines del siglo XIX, ahondándose la situación en la primera década del XX, ellas vivieran inmersas en una intensa pugna regional, que tuvo como sustrato la pregunta de cuál debía ser la orientación de la construcción de ferrocarriles. Aquellas con intereses en la minería exportadora y el comercio de importación (asentadas en el eje La Paz-Oruro-Potosí) pugnaron por vías de conexión al mercado mundial, como la ruta hasta Arica. En contraste, principalmente las élites que abastecían al mercado interno desde Cochabamba y Santa Cruz demandaron rutas que las (re)conectaran con otras regiones bolivianas. Su pugna con el Estado central fue intensa, y se tradujo en mítines y protestas parlamentarias. Ellas se saldaron parcialmente cuando la locomotora al fin llegó a Cochabamba en 1917, aunque el ferrocarril desde Santa Cruz hasta los valles, iniciado en 1927, nunca concluyó ni llegó más allá de Aiquile. En cambio, cuajaron paralelamente los trenes “externos” hacia Argentina y Brasil; llevaban poco, traían mucho. Nada nuevo, pues traducían la misma orientación prevaleciente en los albores de siglo: un país mirando al mundo; no a su interior.