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Mamá

Abnegada soporta las cruces, en su frente se marca el dolor”, la niñez de mi ya lejana infancia aprendió a cantar el himno a la Madre que tenía esa estrofa, entre otras de similar tono lastimero, que mi salud mental ha preferido olvidar. Lo que no he logrado olvidar son las horas interminables en el kínder y en la escuela, primero para actuar desmañadamente frente a un auditorio bostezante de madres homenajeadas, que esperaban impacientes que sus retoños aparecieran en el escenario para salir corriendo a otro acto y luego, años después, para ocupar mi correspondiente silla cuando la homenajeada era yo. Los nervios eran los mismos, porque esperabas con el alma en vilo que el balbuceante vástago no se equivocara o se echara a llorar atacado por terror escénico.

¿De dónde viene ese discurso victimista sobre la maternidad? Quizá de la sentencia bíblica de “parirás tus hijos con dolor”, quizá de la falta de atención que durante centurias padecieron las mujeres en edad fértil, víctimas principales de la falta de condiciones médicas y nutricionales adecuadas o probablemente de las condiciones de pobreza y discriminación que la mayoría de la población boliviana aún sigue sufriendo. Sin embargo, las condiciones han ido cambiando, aunque no pueda afirmarse que todas las deudas estén saldadas. Son avances consignados en indicadores verificables, en parte gracias a los avances por la democracia, por los esfuerzos de políticas públicas de servicios de salud y de bonos, y por los esfuerzos propios de millones de mujeres que estudian, acceden a puestos de trabajo, emprenden proyectos y hacen valer sus derechos.

Las alarmantes cifras de mortalidad de las mujeres por razones de maternidad (embarazo, parto, aborto, puerperio) que constituían un verdadero azote y vergüenza en Bolivia han ido disminuyendo. Hay más mujeres que son madres y también funcionarias, empresarias, autoridades y académicas. Hay mujeres que logran acceder a la libertad de decidir que no quieren ser madres. Lo que no abunda son hombres que compartan con sus parejas las tareas de crianza, aunque algunos, sobre todo de las nuevas generaciones, comienzan a aventurarse en esas dulces labores.

No obstante, las horas cívicas se mantienen en la cultura escolar; lo que no se ve ni se festeja es que miles de madres tienen que pasar su supuesto día de celebración corriendo de un lado a otro para luego, sentadas bajo el sol inclemente o ateridas, según sea el clima, ver pasar un programa interminable de bailes, recitaciones y cantos desafinados. Antes, claro, tuvieron que trajinar para alquilar los disfraces. Luego, buceando entre papeles de colores, caramelos desechados y disfraces rotos que habrá que devolver y pagar, hay que hacer cola en algún restaurante para, con suerte, conseguir mesa y comer algo. La mayoría, empero, tiene que cocinar su propia comida de festejo y, como no, lavar luego los trastos.

Pese a todo, el mundo avanza y cambia y, anécdotas aparte, la maternidad sigue siendo una fuente de poder para las mujeres. Por algo, en la noche de los tiempos las diosas de la fertilidad eran tan poderosas y las pálidas vírgenes traídas desde Europa se fusionaron con las morenas representaciones pétreas o vegetales de caderas abundantes en el nuevo mundo. Un poder que trae de la mano alegrías y desafíos. Un poder que, deseado y reconocido, nos completa y nos permite trascender, una fuerza a la que yo no querría, jamás, renunciar.