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Inmigrantes

Ayer, salí a recorrer Chicago con una pareja de alemanes de Friburgo. Durante una hora viajamos en tren, desde la casa de mi hijo hasta el centro, frente a un grupo de norteamericanos, típicos de ese estereotipo que tenemos de ellos. Se preparaban para un encuentro crucial de béisbol, iban con sus cervezas, gorras alusivas y una charla ruidosa y animada. Admirábamos el panorama desde la parte superior del vagón en la que los asientos forman dos largas filas enfrentadas. Entre su conversación capté esta perla: “Esa gente en frente de nosotros habla español, pero no parecen latinos”; otro terció diciendo: “probablemente son españoles”. Para ellos “latino” es un personaje de apariencia pobre, moreno, de baja estatura, que aporrea el inglés y que le está quitando el empleo a un verdadero norteamericano. Los franceses, italianos, rumanos, portugueses y el resto de los latinoamericanos somos simplemente “gente extraña”. El trato, aunque generalmente respetuoso, es ligeramente despectivo y naturalmente lejano.

El común de la gente acá no se da cuenta de que todos, con excepción de los descendientes de indígenas, vienen de inmigrantes que llegaron con una mano adelante y otra atrás para cubrir su pobreza. Constituyen una inmigración defensiva. Simplemente llegaron de Europa, y a diferencia de nuestros países latinoamericanos en los que ocurrió un mestizaje (posiblemente algo menos en Bolivia, Guatemala y Perú, por razón de sus imperios feudales autóctonos), los inmigrantes europeos se apoderaron con violencia del territorio, desplazando a la población originaria hacia “reservas” extremadamente pobres en recursos; una sentencia étnica de muerte. Sólo la inmigración latina, italiana y francesa de uno o dos siglos atrás, es realmente aceptada hoy como norteamericana.

En términos prácticos, sus originarios no existen en la conversación; los latinos son unas sabandijas oportunistas; los asiáticos unos invasores peligrosos con conocimiento y una capacidad ilimitada de aprender, que los tiene acogotados económicamente; y los negros (palabra vedada), denominados “afroamericanos”, una subespecie humana con enormes limitaciones y un idioma propio, apenas excelentes deportistas. Un negro realmente africano, como el padre del presidente Obama, simplemente no es clasificable y naturalmente genera un rechazo.

Lo más interesante de ayer, fue el hecho de que Manfred no hablaba ni una palabra de inglés y Gerda apenas a medias, así que nuestra visita fue casi totalmente en alemán. El cambio que sentí en la gente que nos rodeaba fue total; de pronto éramos socialmente aceptados en la mirada y hasta en las sonrisas de complicidad, en el restaurante, en la terraza del edificio Sears, en las calles y en el Parque Milenio. Habíamos entrado al primer mundo sólo con abrir la boca.