Una forma en la que el presidente Obama puede empezar a dejar de lado el escándalo del Servicio de Impuestos Internos (IRS) es mediante la propuesta de una reforma tributaria completa. Más allá del habitual teatro de Washington, el verdadero problema es que el código fiscal de Estados Unidos es increíblemente complicado, con alrededor de 74.000 páginas, que incluyen todas las resoluciones, reglamentaciones y otros materiales. Cuanto mayor es la complejidad, más amplios son los poderes de los burócratas para determinar el estado de un individuo, corporación o asociación. Un código fiscal simplificado de manera radical, aun uno que recaude más ingresos, sería una buena política y una buena economía.

El código fiscal de Estados Unidos está en el centro de un sistema de corrupción judicial institucionalizado. Es tan amplio porque las compañías, industrias y grupos de presión reciben preferencias especiales a cambio de contribuciones para las campañas electorales; un esquema de dinero a cambio de favores que Washington denunciaría como capitalismo de amigos en cualquier país del tercer mundo.

La corrupción se puede apreciar en la intensa oposición a los esfuerzos por reducir la tasa de impuesto de las sociedades. Luego de exigir esta reducción durante años, las compañías están presionando fuertemente (y gastando mucho) para conservar sus propias exoneraciones fiscales especiales, que es lo que hizo aumentar las tasas en un principio.

Más allá de la corrupción, hay que tener en cuenta el costo económico de un código fiscal colosal. Con cuatro millones de palabras, es varias veces más grande que el de Francia y Alemania. En 2010, los estadounidenses gastaron 168.000 millones de dólares para cumplir con el código. El año pasado los contribuyentes realizaron 90 millones de llamadas al servicio telefónico gratuito del Servicio de Impuestos Internos (IRS) para pedir ayuda.

En el informe Doing Business de 2013 del Banco Mundial, Estados Unidos se ubica en la deplorable posición 69 en la categoría de pago de impuestos. En la encuesta que Michael Porter realizó a 10.000 graduados de la Escuela de Negocios de Harvard, publicada en enero de 2012, se nombró al código fiscal de Estados Unidos como la mayor desventaja al momento de hacer negocios en comparación con otros países. Los encuestados recomendaron “simplificar el código” cinco veces así como sugirieron “reducir los impuestos”.

En nuestro constante y enérgico debate sobre los programas de austeridad, los datos nos convencen cada vez más acerca de que los keynesianos tenían razón. Siendo alguien que defendió durante mucho tiempo las grandes inversiones en infraestructura, la capacitación en el trabajo y la ciencia, estoy encantado. Pero el argumento en contra de la austeridad se está convirtiendo en el argumento contra la reforma. Algunas de las voces más elocuentes contra la austeridad, incluida la de Paul Krugman en su influyente blog, desestiman la idea de que exista una necesidad de realizar reformas estructurales, ya que entienden que son planes efectivos para lastimar a los trabajadores y ayudar a los codiciosos capitalistas.

Pero el registro de las últimas décadas muestra que las reformas estructurales (a menudo inducidas por una crisis) han sido un camino crucial hacia el crecimiento. Luego de la crisis económica asiática, los países que abrieron sus economías crecieron fuertemente. Las reformas de Chile entre la década de 1980 y la de 1990 prepararon el terreno para su prolongado auge. Las reformas de México durante la década pasada están dando sus frutos. Uno de los motivos por los que a los países ricos como Canadá, Alemania y Suecia les estén yendo tan bien de momento es porque, tras sus propias crisis económicas en la década de 1990, emprendieron grandes reformas favorables a los mercados e hicieron sus estados de bienestar más sustentables. Ciertamente estos cambios de políticas fueron relevantes en el éxito posterior de esos países.

En Europa, países como Grecia e Italia no obtendrán un crecimiento económico sostenido simplemente mediante inversiones de estímulo y dinero fácil. La mayoría cuenta con rígidos mercados laborales, costo de mano de obra alto e industrias y gremios ineficientes y protegidos. Sin cambios, estas economías pueden obtener un impulso temporal, pero a largo plazo serán poco competitivas. En las vastas industrias pertenecientes al Estado griego, los empleados trabajaban 35 horas semanales, pero se les pagaba durante 14 meses al año y podían jubilarse con pensiones completas al cumplir los 50 años. ¿No tendría que haber cambiado algo de esto?

La historia del estancamiento de Japón durante las últimas dos décadas es complicada. Pero parte del fracaso japonés para mantener el crecimiento consistió en no haber reformado sus industrias, el sector de agricultura y principales minoristas, entre otros, en extremo protegidos. Entre 1991 y 2008, el Gobierno japonés invirtió 6,3 millones de millones de dólares en la construcción; más que el tamaño total de su economía. Es por eso que el primer ministro Shinzo Abe ha sido claro en que necesita realizar cambios que su nación no estuvo dispuesta a hacer en la última década para poder sostener la reactivación de su economía.

Es cierto que muchas de las personas que instaban a los programas de austeridad también exhortaban a los países a que se comprometieran con reformas estructurales. Pero esas dos cosas no están conectadas. ¿Es posible estar a favor de la inversión y de la reforma? De hecho, eso es exactamente lo que necesita Estados Unidos para asegurar la próxima generación de crecimiento.