En el debate sobre la intervención de Estados Unidos en Siria hay un sorprendente y casi extraño desajuste entre los fines y los medios. Queremos derrotar a un régimen despiadado y poderoso, rescatar a un país de la guerra civil y marcar el inicio de un nuevo orden político democrático. Pero quienes buscan este resultado también creen firmemente que nunca deben considerar comprometer a los soldados estadounidenses en la lucha. Recientemente, el senador republicano John McCain expresó que “lo peor que Estados Unidos podría hacer en este momento es poner soldados sobre el terreno en Siria”.

Cuando se preguntó cuál es el objetivo de Estados Unidos en Siria, algunos defensores de la intervención manifestaron que consiste en poner fin a la pesadilla humanitaria. Pero en el corto plazo, entregar armas a un solo lado aumentará la violencia y el derramamiento de sangre. Eso está bien si contribuye con nuestro verdadero objetivo, que es el derrocamiento del régimen de Al Assad, una dictadura desagradable y mala. Pero ese es un objetivo negativo. La lección de Irak es que derrotar a Saddam Hussein —cuyo régimen fue incluso peor que el de Bashar Al Assad— fue sólo un paso intermedio antes del resultado.

Nuestra meta es lograr que Siria se convierta en un país democrático, donde todas las sectas puedan vivir en paz. Para conseguir esto se necesitaría mucho más que la derrota de Al Assad; se requeriría una especie de ocupación para garantizar la creación de un sistema político adecuado. En Irak se intentó hacer precisamente eso y, a pesar de una década de esfuerzo masivo, que costó miles de millones de dólares y miles de vidas, hoy día no se puede describir a Irak como un país genuinamente democrático o multiétnico. La intervención internacional en los Balcanes también fue seguida por largas décadas de ocupación, que continúan hasta nuestros días en Bosnia. Dicho de otro modo, queremos obtener un resultado en Siria, que es aún más ambicioso que el de Irak. Sin embargo, tenemos la intención de lograrlo a través de una zona de “exclusión aérea”.

A mediados de la década de 1980, el erudito Samuel Huntington reflexionó acerca de por qué Estados Unidos, la potencia dominante en el mundo —que había ganado dos guerras mundiales, disuadido a la Unión Soviética y mantenido la paz mundial— era tan malo en la intervención militar menor. Expresó que desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos había participado militarmente en una serie de conflictos en todo el mundo, y en casi todos los casos, los resultados habían sido concluyentes, confusos o peores.

Huntington concluyó que, en realidad, rara vez entramos en conflictos tratando de ganarlos. Manifestó que, la intervención militar de Estados Unidos por lo general ha sido provocada por una crisis, que pone presión sobre Washington para que haga algo. Pero los estadounidenses rara vez vieron el problema como algo que justificara un compromiso total por su parte. Así que nos uniríamos a la lucha en formas elementales esperando que esto cambie el resultado. Rara vez sucede. Los conflictos más recientes en los que hemos tenido éxito —la Guerra del Golfo Pérsico de 1990, Granada y Panamá— fueron todos aquellos en los que sí luchamos para ganar, usamos fuerza masiva y logramos un temprano y rápido knockout.

En Siria tenemos fines altos, pero nadie quiere usar los medios necesarios para alcanzarlos. Así que ahora estamos dando armas a la oposición con la esperanza de que esto acerque al régimen a la mesa de negociaciones o lo fuerce a llegar a un acuerdo. Pero, como observa Huntington, “las fuerzas militares no son principalmente instrumentos de comunicación para transmitir señales a un enemigo, sino que son instrumentos de coacción para obligarlo a modificar su comportamiento”.

El general de la división Herbert Raymond McMaster, uno de los oficiales más inteligentes del Ejército de Estados Unidos, escribió un estudio sobre la Guerra de Vietnam, que detalla el error.

Describió el plan de Lyndon Johnson en 1964 como uno de presión gradual que “dependía de la suposición de que la limitada aplicación de la fuerza obligaría a los norvietnamitas a la mesa de negociaciones y obtendría de ellos un acuerdo diplomático favorable”. McMaster señaló que la estrategia era “fundamentalmente defectuosa”. El enemigo está luchando para ganar, no jugando un juego de negociación.

La posibilidad de que nuestros esfuerzos actuales en Siria se desviven por lograr nuestros objetivos que todavía no han sido declarados es pequeña. Con el tiempo, las contradicciones de la política de Estados Unidos surgirán y el Gobierno de Obama enfrentará convocatorias para un posterior escalamiento.

Es posible que la Casa Blanca las resista. Daniel Drezner ha afirmado en su blog de ForeignPolicy.com que el nuevo movimiento “no es más que la próxima versión de la no dicha y brutal política de real politik hacia Siria que ha estado sucediendo durante los últimos dos años. (…) El objetivo de esa política es atrapar a Irán y Hezbola en una prolongada guerra civil de drenaje de recursos, con el mínimo costo posible. Esto es exactamente lo que se ha logrado en los dos últimos años… con un terrible costo en vidas perdidas”.

Si esta interpretación de la conducta del gobierno de Obama es correcta, entonces la Casa Blanca podría muy bien estar jugando un juego inteligente, pero es maquiavélico en lugar de humanitario.