Partidos políticos y librepensamiento
Los partidos expresan dos necesidades: la disciplina interna y la sujeción a su línea de pensamiento político
En la literatura acerca de los partidos políticos que los antioccidentalistas rehúsan leer existen reflexiones fundamentales respecto a su organización, su estructura y su función. Desde la clásica reflexión de Edmund Burke, pasando por Robert Michels, hasta llegar a los teóricos de la transformación de los partidos, estas organizaciones han sido caracterizadas como instituciones regidas por la “Ley de hierro de la oligarquía”, y por el fraccionalismo derivado del imperio de esa ley.
El desarrollo y transformación de los partidos constituyen incluso efectos de esas características. Por tanto, la “familia espiritual”, como antaño se definía a esas organizaciones, supondría la consagración de un grupo o una élite que buscaría sentar sus preceptos, sus objetivos y sus apetencias políticas sobre un séquito de seguidores, en los cuales estarían obligados además a inculcar un sentido de la militancia para asumir un rol dirigente tanto del partido como potencialmente del país.
Para ello, los partidos expresan dos necesidades: la disciplina interna y la sujeción de los militantes a su línea de pensamiento y acción política. Incluso “recientemente” la disciplina partidaria ha sido considerada fundamental para su institucionalización, pues ella facilitaría la gestión política y le daría sustento a su carácter representativo. Por ello, a fin de salvar su unidad, el partido podría proteger incluso a militantes filibusteros, ya que la indisciplina sería detonante de la crisis de la organización, en la medida en que no sólo daría a la sociedad señales de fragmentación y de pugna de intereses, sino también porque dificultaría la gestión ante adversarios de mayor disciplina partidaria.
En consecuencia, tanto las necesidades señaladas como las características organizativas del partido harían de ésta disfuncional a una democracia sustancial, mas no al autoritarismo ni a una democracia limitada a la ratificación de decisiones mediante voto. Por tanto, toda forma democrática ajena a esas prácticas alentaría la ruptura y la fragmentación política, porque la práctica democrática sería propia del librepensamiento, que finalmente conduciría a la escisión política, al poner en evidencia la vieja idea de Burke de que los partidos serían tales por derivar y representar solamente a partes de la sociedad; según lo cual una agrupación de partes sería insostenible en el tiempo. El librepensamiento sería en ese sentido incompatible con el verticalismo que rige la estructura interna del partido, pues requeriría de espacios democráticos que serían ocupados sólo por partidos.
La historia de los partidos políticos en Bolivia ha estado determinada precisamente por el efecto disruptivo del librepensamiento, que produjo la atomización del mnrismo. Es más, los partidos kataristas y de izquierda derivaron de ese efecto. Por eso la partiditis fue una enfermedad crónica de las élites políticas, haciendo posible y quizá preferible la política de coaliciones como medio esquivo del librepensamiento, aunque también de perversión de la política por el cuoteo, la lucha de intereses, el celo político, las apetencias y los objetivos particulares que hicieron de esas coaliciones inestables y conflictivas.
La crisis del régimen fundado en esas prácticas y el advenimiento de organizaciones surgidas al calor de los movimientos sociales hicieron creer en la llegada de una nueva forma de partido. Pero el elitismo; la constitución de estructuras oligárquicas, que les hace parecer a la tradicional forma organizativa; y la práctica del centralismo-democrático, que no es más que autoritarismo disfrazado, agravado por el caudillismo imperante en todo partido, parecen convertir a esa nueva forma en una mera ilusión.