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De Oriente a Occidente

¿Podría uno de los maestros del cine oriental pasar al occidental sin perder la garra?

/ 3 de julio de 2013 / 04:27

Puede hallarse en La Paz la película Stoker (2013) de Park Chan-Wook (Corea del Sur, 1963), el magnífico director de lo que se ha denominado “la trilogía de la venganza”: Simpatía por el Sr. Venganza (2002), Old Boy (2003), Señora Venganza (2005) y de Sed (2009), esa extraña cinta coreana de vampiros. Stoker está protagonizada nada menos que por la Kidman y la Wasikowska, y es el primer film del coreano en Occidente. Obviamente, en esta película hay un gran cambio respecto de sus predecesoras, enteramente filmadas en Corea, con actores e idioma coreanos. En este caso, el paso a Occidente implica: trabajar con actores y guión occidentales, y en un ámbito cultural occidental (en este caso, EEUU).

Al inicio de la película, temí: ¿podría uno de los maestros del cine oriental pasar al occidental sin perder la garra? Pues debo decirles que sí, lo logró. Se trata de una impecable obra de género negro, en su vertiente asesinos en serie, en la que efectivamente ya no está Choi Min-Sik, el actorazo de Old Boy, ni se da esa forma particular —casi operática a momentos— que tiene el coreano de armar las actuaciones de sus estrellas. Hay más bien aquí una contención y una violencia sorda casi insostenibles, que el maestro sostiene muy bien. Se trata de una cinta filmada como si fuera un dibujo perfecto, ejecutado lentamente con la punta de un cuchillo muy filo.

Este paso a Occidente se ha dado ya en otros grandes maestros del cine de (medio) Oriente: el maestro de maestros, creador de Close-Up (1990) y El sabor de la cereza (1997), Abbas Kiarostami (Irán, 1940), filmó Copia conforme (2010) nada menos que con la Binoche en Italia; y Wong Kar Wai (China, 1958), ese poeta de la imagen de Con ánimo de amar (2000) y 2046 (2004), se mandó Mis noches de arándano (2007) con Jude Law, Rachel Weisz y Natalie Portman. En el caso del iraní, casi no reconoces su marca, pues su cine tiene mucho que ver con el paisaje iraní, la participación de actores no profesionales y un tempo personalisímo, lento pero muy cargado. Eso desaparece en Occidente: emerge más bien un sofisticado armazón a partir del guión de Eliacheff (psiquiatra francesa y guionista, famosa por haber trabajado con Chabrol) y la premiada Lahidji (adaptadora iraní). Kiarostami se reinventa, hace otra cosa; plantea en este film una muy compleja metanarrativa referida a la construcción de los personajes. Wong Kar Wai sigue la veta que lo caracteriza: su exploración artística de la imagen poética y la potencia de las historias de amor, esta vez en un contexto clásicamente americano: sus cafeterías, bares y casinos. Pasa a Occidente impoluto, con el veterano escritor de novelas policiales Lawrence Block como co-guionista.

Moraleja: el arte no tiene fronteras. Moraleja 2: el meganegocio occidental del cine no necesariamente deglute para destrozar a los grandes directores orientales.

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Medios

Tal vez más soportable sería si el Gobierno propusiera alguna alternativa interesante de verdad

/ 28 de agosto de 2013 / 04:02

El persistente ataque del gobierno del MAS al libre pensamiento y a la libre expresión ha llegado a niveles de abuso y grosería insostenibles. El haberse hecho de varios medios de comunicación y haber intervenido (o intentado intervenir) todo medio que tenga un tinte disidente ha contaminado nuestras formas de concebir el espacio público y la comunicación social. ¡Qué rabia les da no poder con todos! Lástima que muchos intelectuales que fueron en su momento gente de ideas propias y principios de libertad apoyen esta arremetida. Lástima que medios que tenían un potencial interesante como foros abiertos a la conversación y al debate se hayan afiliado a la vergonzosa megalomanía de la verdad única.

Tal vez más soportable sería si el Gobierno propusiera alguna alternativa interesante de verdad; una versión rescatable de la realidad. Lo que propone es la manipulación y la descarada mentira.

¿Cómo puede aceptar un(a) intelectual que ha hecho una carrera universitaria, y que a partir de ella trabaja, el ataque resentido y vulgar a todo trabajo intelectual que no condiga con la triste versión de sí mismo en que ha devenido el Gobierno? ¿Cómo puede un(a) intelectual mirar indiferente el ataque a las instituciones de formación superior públicas (ataque que distorsiona persistentemente la realidad) porque éstas bloquean la intervención oficial? ¿Cómo puede un(a) intelectual oír la vergüenza de los gobernantes chabacanamente echándose flores por su ignorancia y su vulgaridad, cuando los niños y los jóvenes bolivianos están viendo y escuchando? ¿Cómo puede un(a) intelectual verificar la indiferencia (la absoluta indiferencia) del Gobierno ante el crecimiento inmenso de la violencia en la sociedad, violencia que en gran medida tiene a las niñas, a las jóvenes y a las mujeres como víctimas? ¿Cómo no perder el sueño ante el uso abusivo de la enorme cantidad de dinero de los bolivianos que el MAS está usando sin dar cuenta, derrochando, comprando conciencias, cuando podía ir aquello a una educación seria de los niños del país, a la industrialización pensada en serio, la creación de empleos, el control de todas las violencias? ¿Cómo mirar confortablemente anestesiado(a) la arremetida violenta contra los indígenas y quedarse sentado(a)? ¿O la forma en que las instituciones del Gobierno tratan a los ancianos? ¿Cómo permanecer con cara de piedra ante la abierta defensa oficial de la coca y los cocaleros, nueva élite vinculada al crecimiento geométrico del narcotráfico?

Éstas son las preguntas que debieran estar tratando los medios y que, por supuesto, el MAS no quiere que traten. ¿Cuál es la recompensa? En algunos casos, imagino, pecuniaria. En otros, seguramente, la fantasía de ser parte de algo significativo, y/o el delirio de detentar un poder, con las golosinillas mentales que ello suele conllevar (imagino).

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Verónica

Rara vez se ha hecho más claro para los bolivianos lo mucho de invención que  hay en la política

/ 14 de agosto de 2013 / 04:02

Del 29 de julio al 1 de agosto se realizó en Sucre la séptima versión del Congreso de la Asociación de Estudios Bolivianos. Después de varios años volví a participar en el evento, en una de las pocas mesas dedicadas a la literatura. Se trata de un evento eminentemente dedicado a las ciencias sociales e historia. Mucha de nuestra energía académica e intelectual la dedicamos a asuntos de lo social, lo político y lo económico; solemos concederle poco a las cuestiones de la imaginación y la ficción.

Cuando está claro que mucha de la textura de la economía, la política y la sociedad está armada, precisamente, de ficción (en su peor versión). Rara vez se ha hecho más claro para los bolivianos lo mucho de invención, fabricación que hay en la política, por ejemplo cuando vivimos cruzados de versiones, contraversiones, mentiras, medias verdades, secretos, parciales revelaciones… Y, sin embargo, ninguno de los cientistas sociales participantes en el congreso habló de los usos y abusos de los contenidos de la comunicación, o de la construcción y reconstrucción de la verdad, o del imperio de la mentira y la manipulación.

En medio del ir y venir entre una mesa y otra del congreso, vi, en medio de la gente, a una mujer menuda y tranquila que esperaba como el resto la continuación de las mesas y debates. Era Verónica Cereceda. Yo la había visto alguna vez antes, hace mucho, pero fue imposible no reconocerla. Mientras la saludaba, recordaba los infaustos sucesos que hace poco le ocurrieron al emprendimiento iniciado por ella y su compañero Gabriel Martínez, ya fallecido, con las comunidades indígenas de la región y su tradición textil: ASUR. Un emprendimiento magnífico que los sorprendidos visitantes como yo a lo largo de los años podían ir a apreciar, en sus esporádicas visitas a tan bella ciudad, en uno de los museos más hermosos que tenía el país: el Museo de Arte Indígena de ASUR en la ex Casa de la Capellanía.

Las nuevas autoridades de la Gobernación del departamento, vinculadas al partido en el poder, envenenadas por el odio y exaltadas por esa actual tendencia a la difamación y al abuso, decidieron despojar a ASUR del edificio que el Estado le concedía para exponer y explicar al país y al mundo los logros de tan impresionante empresa de recuperación y promoción del arte indígena. Cuentan con tristeza los funcionarios que trabajan en el nuevo recinto de ASUR (ahora en La Recoleta) la manera grosera y abusiva con la que los expulsaron de la antigua y preciosa casona en la que se habían instalado.

Impresiona por ello mismo la serenidad y temple de aquella mujer aparentemente frágil que sobrellevó todo aquello —nos cuentan— con gran aplomo. Un par de noches antes, en la inauguración del congreso, alguien había hablado con enorme contundencia del gobierno antiindígena que ahora detenta el poder en Bolivia.

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Sólo Dios perdona

¿Cuál es el extremo máximo que le permitimos al arte en su capacidad de embellecer la fealdad mayor?

/ 31 de julio de 2013 / 04:02

Una de las marcas del cine de nuestro tiempo es el de la extrema violencia. Creo que el boom del cine oriental y el interés central de Occidente por éste en las últimas décadas han brindado a los espectadores de este lado del mundo un horizonte mucho más amplio y diverso de la violencia.

No es que no haya en Occidente una tradición de violencia, por supuesto que sí. Lo que hizo el cine oriental fue agregarse y ampliar y radicalizar lo que ya había. El cine de terror, por ejemplo, y su versión más sangrienta, el gore, tienen una fuerte raíz en la industria occidental. Pero (hay que decirlo), lo que hace Oriente en esta zona de la representación fílmica es realmente fuera de serie. Pensemos en las películas de Tashaki Miike (Ichi el asesino, Audición) y de Park Chang-Wook (Old Boy).

Hay directores occidentales que han acudido al cine oriental; por ejemplo Tarantino. De la sangrienta Reservoir Dogs de principios de los 90, a Kill Bill, diez años después, hay un salto cualitativo que tiene que ver con incorporar elementos estructurantes del cine oriental.

El que acaba de acercarse a su manera a ese cine recientemente es Nicolas Winding Refn, al que ya conocíamos por Bronson (2008), Valhalla Rising (2009) y Drive (2011), de hecho nada ajenas a la trama de la violencia. Pero Sólo Dios perdona (2013) es otra cosa. La historia se desarrolla en Bangkok y tiene que ver con una familia mafiosa norteamericana vinculada al tráfico de drogas. Negocio que se desarrolla detrás de un efervescente y dinámico negocio de peleas en el ring.

La violencia se desencadena enloquecidamente cuando el hermano mayor, Billy, viola y asesina a una prostituta adolescente de manera muy sangrienta. Chang, autoridad policial, pero también maestro en artes marciales y en el uso de una espada tipo machete, permite que el padre de la joven mate al asesino de su hija, sólo para luego mutilarlo aleccionadoramente, por dejar que la hija se prostituya. Se trata claro, de un justiciero que además es policía.

La venganza del padre viene con un nivel de violencia multiplicado geométricamente. Llega la madre gringa a recoger el cadáver de Billy (la interpreta una magnífica Kristin Scott Thomas) y exige a su otro hijo, Julian (el siempre impertérrito Ryan Goslin), que vengue al hermano. Julian no puede, pues el padre de la muchacha le ha contado las circunstancias de su venganza…

Más allá de esta escabrosa pendiente de violencia, donde la mutilación y la tortura son frecuentes y extremas, Winding Refn arma una de las propuestas de imagen cinematográfica más sofisticadas e hipnotizantes que hemos visto recientemente. Por lo que cabe aquí la pregunta de siempre: ¿hasta dónde puede ir y debe llegar la estetización de la violencia? ¿Cuál es el extremo máximo que le permitimos al arte en su capacidad de embellecer la fealdad mayor?

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Libros

Hay libros y libros, no hay nada que hacerle. Libros, algunos, que te dejan una marca para toda la vida

/ 5 de junio de 2013 / 06:26

Hay libros y libros. Libros, algunos de ellos, que te dejan una marca para toda la vida. Por ejemplo las Iluminaciones II de Walter Benjamin, que lleva el título de Poesía y capitalismo. En él estudia el gran filósofo judío-alemán a Charles Baudelaire y a su París del siglo XIX, al que denomina “capital del siglo XIX”. Una se queda en cada página un buen rato, no sólo desentrañando las muchas conexiones políticas, culturales, literarias, ideológicas que va haciendo el autor, sino gozando del estilo de su escritura, de la inteligencia y agudeza feroz de su perspectiva.

Lo mismo pasa con Historia nocturna del historiador italiano Carlo Ginzburg. Yo leí la edición de los 80, que subtitulaba “un desciframiento del aquelarre”. Ahora, he visto que lo han cambiado a “las raíces antropológicas del relato”, no sé siquiera si es el mismo libro. En todo caso, la que yo leí dejó una huella enorme en mí. Sigue con un detalle y una erudición que asombran el desarrollo de las nociones de brujería que construye occidente (Europa) a través del terror hecho ley: el que producía la mujer y ciertas prácticas no muy ortodoxas de adoración a diosas femeninas muy antiguas y de curación. Qué estudio maravilloso de la elaboración de una alteridad (las prácticas heréticas femeninas) en torno a la cual se movió todo un mundo durante siglos. Su El queso y los gusanos es igualmente fascinante.

Otro del que saqué un millón de cosas es Viena fin-de-siècle de Carl Schorske, ese magnífico historiador de la cultura americano. En este libro se encuentra la historia densa de una ciudad —su cultura, su política, su literatura, su arquitectura, su arte—, en gran medida a través de las grandes personalidades vienesas del siglo XIX: Schnitzler, Hofmannsthal, Freud, Klimt, Kokochka y Schoenberg. Pero no solamente son estas personalidades: son el arte de la jardinería, el diseño de la ciudad (reconstruida por la gran burguesía con el modelo haussmanniano) y la política que también diseñan el libro. Se trata de una mirada abarcadora y erudita sobre una ciudad, un tiempo, una cultura en el sentido más amplio.

Y, por último, Lo nacional-popular de René Zavaleta (del que ayer recordábamos el natalicio), que con similar erudición y eximio estilo de escritura nos entrega una de las visiones más complejas que se hayan escrito sobre nuestro país. Como Benjamin, Ginzburg, Schorske, la erudición de Zavaleta es extraordinaria, así como la capacidad de abarcar no sólo el tema político, que finalmente era lo suyo, sino de diseñar para el lector la fibra más profunda de una cultura, de una historia, de una forma de pensar y vivir en el mundo. Como pocos, el libro de este pensador boliviano ha marcado centralmente cómo nos pensamos.

Seguiremos, creo, con este listado amoroso de los libros que han calado hondo.

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Tiempo pasado

En tiempo pasado  Sarlo se acerca críticamente a la lógica subjetiva y a la primera persona del testimonio

/ 22 de mayo de 2013 / 04:25

Así titula un libro de Beatriz Sarlo: Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo (2005). Ha escrito también Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930 (1988), Borges, un escritor en las orillas (1998), Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina (1994, 2004), entre muchos otros.

En tiempo pasado Sarlo se acerca críticamente a la lógica subjetiva y a la primera persona del testimonio. Género que nosotros conocemos por el de Domitila Chungara, Rigoberta Menchú, Esteban Montejo y tantos otros. Desensambla la teoría del testimonio (la última versión de la misma: la posmemoria de Marianne Hirsh y James Young, creada para leer los escritos de los hijos de los que sufrieron el holocausto, las dictaduras) y contrasta ese altamente celebrado campo de las expresiones personales del sufrimiento con expresiones menos centradas en el yo y en el giro subjetivo (posmoderno), más dadas a la comprensión política e histórica de los hechos horribles de la historia, y más conscientes de la complejidad del lenguaje como un material denso donde se conjugan experiencia, voluntad crítica y analítica, historia y política.

Sarlo considera banal la nueva tendencia a dejar de lado la política y la historia de la militancia por la moda de las historias íntimas, personales. Consciente de que el testimonio fue y es vital para sacar a luz la barbarie de la violencia militar y, sobre todo, para hacerse útil a la hora de juzgar a los asesinos, no cree en la inmunidad de ese género frente al análisis y la interpretación, así como sospecha de la verdad automática que encierra la lógica del género. Ningún escrito, por principio, dice ella, puede estar librado de la mirada escrutadora de la crítica, de la interpretación, del cuestionamiento. Y el testimonio, apoyado en el sufrimiento político, cree que lo está.

Contrapone un film muy celebrado, Los rubios (2003) de Albertina Carri (una película testimonio que se centra en la búsqueda de los padres desaparecidos), a los escritos “La bemba” de Emilio de Ípola y Poder y desaparición de Pilar Calveiro que, no siendo propiamente testimonios, ni gozando de la cobertura mediática por pertenecer más bien al circuito de los escritos intelectuales, aluden testimonialmente a la cárcel militar, no desde el yo ni la subjetividad, sino desde la experiencia colectiva y la voluntad de entender, analizar, interpretar lo que vivió un país en uno de sus momentos más siniestros.

Lo maravilloso de este libro es que su impecable argumentación entrehila la importancia de la imaginación y su rol en la recuperación de la memoria. Su apuesta final es, más bien, por la literatura, la que es capaz de “representar aquello que no puede estar en ningún testimonio”, decir “lo que no ha sido dicho”, y “apoderarse de la pesadilla, no sólo padecerla”.

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