Canta, oh Musa, la furia del orinóquida Evo Morales, que padeció grandes males entre  eneidas, hispanios, godos y otras gentes bárbaras de bandeirantides sueños que la historia, “émula del tiempo”, ha trastornado en pasto para las aves, sueños cansados que ogaño fueran realidad y hoy son despertares de glorias ya idas.

Favorecido aún por los dioses, el hijo de Dionisio Morales Huanca partió de tierras lejanas, muy lejanas, más allá del desierto, más allá del  Euro, más allá aún en dirección contraria del Bóreas, desde la tierra de los gimnosofístas.

Anduvo peregrinando larguísimo trecho en su carruaje FAB 001 que —en honor a la Verdad, deidad que se solaza en los anchurosos cielos— le iba mucho en zaga al carro de sol, que sacara a deambular, no sin consecuencias funestas, el imprudente Faetón.

Al contrario, iba con cautela aparatosa el dioniónida Morales, varón de multiforme temple y pies ligeros, como lo demuestra en animosos juegos celebrados sobre mentida hierba, cuando el disco del Sol ha cruzado varias varas de su cénit.

“Forastero, le dijeron unos hombres del Tíber, mengüe el arrojo con el que pasa por esta senda, que sabemos ya que en su cuadriga lleva a un huido de dorados peplos que tiempo ha que buscamos. No es dado que pase por estas tierras o huélguese de pasar dolores si es que así lo hiciere”.

La desventura se repitió con los hispanios (domadores de asalariados), los godos (desiguales en prudencia) y los bandeirantes (famosos… muy famosos).
Entonces el cochero, sin astrolabio ni estrella matutina por guía, viró hacia otros caminos en busca de Zeus Hospitalario.

“Debimos haber ofrecido una pingüe hecatombe a los dioses antes de embarcarnos”, barruntó Morales pesaroso del retraso que no le dejaba ver a sus pacientes Penélopes, carentes de pretendientes, que estando ya sobre aviso se reunían indignadas y lanzaban sus palabras cual veloces saetas contra las gentes que entorpecían el retorno del amado, menoscabando su andar y dilatando sus alegres juegos sobre fingida hierba.

Convinieron, con la astucia del águila que cambia la dirección de su vuelo para confundir a su presa, que podría ser ventajoso dirigirse hacia tierras de hapsburguiformes pobladores, gentes que se precian de nunca escatimar en valses.

Del Orinoco a Orinoca, hasta Tierra de Fuego, los ancianos decidieron ir a un ágora y engrosar sus adarbes, sedientos de la negra sangre simbólica de quienes frenaron el periplo del orinóquida. La Aurora, de rosáceos dedos, navegaba ya el cielo cuando el forastero llegó a su Ítaca para preparar unas festivas venatorias diplomáticas.