Quedamos pasmados
Pese a las ventajas de la región, América Latina se halla en una encrucijada preocupante de desarrollo
Nuestra América Latina se halla en una encrucijada preocupante de desarrollo. Poseemos uno de los continentes más fértiles, con aguas y climas ideales para la producción de alimentos, en un mundo que, al crecer desaforadamente, los demanda cada vez con más fiereza. Al mismo tiempo, nuestra riqueza mineral, desde los metales, pasando por el carbón hasta el petróleo, es una de las mayores del planeta; por último, el mestizaje de nuestra población nos ha dado un vigor híbrido de creatividad y capacidad para resolver los problemas cotidianos, me atrevería a decir que bastante superior a la del resto del mundo. Sin embargo, con excepción de Brasil, que al haber sido imperio tiene otra visión del progreso, ocupamos ahora probablemente el último puesto en el potencial de desarrollo mundial. ¿Qué nos pasa?
Por un lado, logramos una precaria equidad laboral, que hace que nuestro trabajo no calificado cueste dos a seis veces más que el de los pueblos que salen ahora de la esclavitud social como China, Vietnam o la India, con lo cual perdimos nuestra ventaja comparativa de una mano de obra barata. Una polera boliviana o costarricense difícilmente compite con una china, y esto es válido en toda la producción liviana intensiva en mano de obra.
Por otro, nuestros gobiernos han caído en el usufructo generalizado de recursos naturales, con lo cual no contribuyen a la creación de empleo de buena calidad, más allá de aquellos técnicos especializados que desplazan totalmente a los lugareños de las zonas de explotación; con inversiones por empleo de centenares de miles de dólares, cuando aparentemente podríamos generar empleos competitivos diez y hasta 100 veces más baratos.
Nos quedamos atrás en educación tecnológica y nuestro trabajo tiene niveles de productividad extremadamente bajos cuando los comparamos con naciones como Corea del Sur o Malasia; nuestra educación primaria y secundaria va muy atrás. Nuestro egoísmo familista ha generado una sociedad tremendamente desigual, que más allá de favorecer el enriquecimiento de unos pocos, ha limitado de manera dramática el desarrollo de un mercado interno con demanda real de bienes y servicios, capaz de jalonar el desarrollo. Los gobiernos, con el mismo esquema, concentran el poder y lo alimentan con una corrupción institucionalizada, que forma parte, ya aceptada, del ciclo económico.
No percibo más salidas que la de un pacto social central a toda otra política, encaminado a una educación relevante globalmente, despojada de toda carga reivindicatoria, sin excepción; y la puesta en marcha de modernas franquicias productivas, basadas en nuestras ventajas agrícolas a gran escala, para producir y transformar alimentos con una ventaja gerencial, tecnológica y comercial sobre todas las demás naciones. ¡Lo demás es egoísmo suicida!