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Autodeterminación versus arrogancia colonial

En su emotiva carta de disculpas al presidente Evo Morales “por el acto de piratería aérea y de terrorismo de Estado” que cometieron los gobiernos de Portugal, España, Francia e Italia, el intelectual y activista portugués Boaventura de Sousa Santos hace dos afirmaciones fundamentales para entender la esencia del condenable hecho.

La primera es que para la persistente arrogancia colonial de Europa, “un presidente indio es siempre más indio que presidente”. La segunda es que “una sospecha de un blanco contra un indio es mil veces más creíble que la sospecha de un indio contra un blanco”.

En esos términos se expresa la prolongación, corregida y aumentada, de una larga historia de colonialismo, violencia y racismo. No es para menos. Hace apenas 476 años el papa Paulo III se vio forzado a reconocer que los indios novohispanos eran humanos y tenían capacidad de recibir la fe cristiana.

Corría el año 1537 de nuestra era. Desde entonces, por obra de una bula papal, los indios del Continente, “salvajes y faltos de entendimiento”, obtuvieron como concesión divina un derecho impensable para la Iglesia blanca de Occidente: se admitió, faltaba más, que tienen alma.

Algunos siglos después, ya en la República, Gabriel René-Moreno, uno de nuestros más prestigiosos historiadores, “descubrió” que un cerebro indígena pesaba entre cinco y diez onzas menos que un cerebro de raza blanca. ¡Qué tal! Y sentenció: los indios, por déficit celular, son incapaces de concebir la libertad.

Don Gabriel y los suyos, dueños del saber y del poder, sabían que los indios eran un problema. Y para superarlo —cuenta Galeano— el imperativo fue radical: “que los indios dejen de ser indios. Borrarlos del mapa o borrarles el alma, aniquilarlos o asimilarlos: el genocidio o el otrocidio”.

Ya en el siglo XX, con la revolución del 52 y su ilusorio-fallido mestizaje, los indios levantiscos en Bolivia adquirieron la categoría de campesinos con derecho a tierra. Y con arreglo al sufragio universal, fueron reconocidos por concesión del Estado-nación como individuos con derecho a voto. “Voto campesino”, dijeron de ellos con instrumental desprecio.

Siglo XXI, cachivache. En julio de 2003, un estudio de opinión preguntó en nuestras urbes si les gustaría que el año 2025 Bolivia tenga un Presidente indígena. Seis de cada diez respondieron “poco o nada”. La sola posibilidad, distante y ajena, les parecía odiosa, absurda y, claro, inaceptable.

Poco después, contra todo pronóstico y evidencia, con las reglas de la democracia liberal-representativa, el 54% del demos votante, primero, y el 64%, después, (re)eligió en las urnas a un indígena como Primer Mandatario. El “abi-
garramiento” se confirmaba así como cualidad de nuestra sociedad heterogénea y diversa.

Hace apenas seis años, Naciones Unidas aprobó la “Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas”. ¿Se imaginan? Recién en 2007 el mundo “civilizado” reconoció que los indios tienen derecho no sólo “al disfrute pleno de todos los derechos humanos y libertades fundamentales”, sino también el derecho a la libre determinación.

Enero de 2009. Con la aprobación en referendo de la nueva Constitución Política, el naciente Estado Plurinacional de Bolivia garantiza, al menos como principio, la autodeterminación de las naciones y pueblos indígena originario campesinos. Y reconoce además la autonomía indígena como ejercicio de autogobierno en “sus” territorios ancestrales.

Hoy, cinco estatutos de autonomías indígenas lograron avanzar hacia la fase de control de constitucionalidad. El camino ha sido largo y difícil. Los candados normativos y las contradicciones oficiales, demasiados. Pese a todo, la despreciada-temida autodeterminación, ese derecho negado mil veces mil, está tocando la puerta.

Hay dignidad, hay esperanza. Aunque la arrogancia colonial y la prepotencia imperial, con sus misiles y sus impunidades, crean que pueden seguir mandándonos a callar o impedir nuestras navegaciones-vuelo.