Las actuales directrices del derecho penal internacional, y la experiencia de la lucha contra el delito, muestran que el método de “mano dura” para combatir la delincuencia ha fracasado en el mundo, y especialmente en los países de América Latina. Donde, como en el caso de nuestro país, los índices del crimen (sobre todo violaciones y asesinatos) no cesan, a pesar de medidas más represivas y mayores castigos.   

Ante esta realidad, la criminalidad (mas allá de la falta de recursos de nuestra Policía) debe ser encarada de manera estructural, con una política estatal preventiva, inteligente y participativa, que incida sobre todo en el fomento al respeto ciudadano a nuestro ordenamiento legal, como parte de una aceptación social y política de un verdadero Estado de derecho, que en la actualidad, lamentablemente, no se materializa en el país.

Estamos acostumbrados a que las autoridades y la Policía sólo resuelvan de manera coyuntural hechos delictivos que son ampliamente difundidos por los medios de comunicación, dejando de lado otros menos conocidos, e iniciando acciones de mano dura y represión que calman momentáneamente la situación;  pero después, se mantiene la inseguridad y hasta surge con mayor fuerza.

Esta anomia nos refleja, lamentablemente, como una colectividad con escaso respeto al ordenamiento jurídico y a la convivencia racional. Esa es la principal cuestión, porque la ruptura de la sociedad con las normas legales y sociales crea el “caldo de cultivo” ideal para el delito y las transgresiones.

El fortalecimiento gradual en el poder público de las corporaciones y gremios, cada uno con sus particulares intereses y hasta caprichos, ha hecho prácticamente que nuestras leyes sean transgredidas de forma sistemática, sin que el Estado siente real soberanía.

En este orden de cosas, nos percatamos de situaciones asombrosas —muchas dignas del realismo mágico de García Márquez— que configuran una sensación de inseguridad social: choferes, folkloristas, gremiales y otras organizaciones sociales que nos conculcan el derecho a la libre circulación, bloqueando calles y carreteras, con el riesgo de provocar peligrosos accidentes; juntas de vecinos o comunidades que, bajo cualquier pretexto, avasallan la propiedad privada de honestos ciudadanos; a lo que se remata un Órgano Judicial y un Ministerio Público deslegitimados y con vicios graves en su funcionamiento imparcial.

Finalmente, establecemos que nunca desaparecerá el delito, pero de seguro se reducirá ostensiblemente, cuando nuestras autoridades y la población, con educación cívica, simplemente respeten y acaten las normas desde las constitucionales, hasta las de mero cumplimiento, generando una conciencia colectiva de seguridad y amparo.