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Comicios y la oclocracia

Tenemos a los agentes políticos que nos merecemos? En el libro Diálogos de Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato, de Orlando Barone, el autor de El Aleph afirma que “(…) ningún político puede ser una persona totalmente sincera. Un político está buscando siempre electores y dice lo que esperan que diga. En el caso de un discurso político los que opinan son los oyentes, más que el orador. El orador es una especie de espejo o eco de lo que los demás piensan. Si no es así, fracasa.”

La frase anterior es una realidad en Bolivia y se acentúa cuando se acercan los comicios electorales. El sistema político boliviano se ha sumergido en un proceso de degeneración con características preocupantes: la demagogia, la tiranía de supuestas mayorías mediocres en las urnas y en las calles, el triunfo de las pasiones sobre la razón, la creación de un pasado idílico y un futuro de deseos inalcanzables, el culto a las personas y la potestad absoluta del poder ejecutivo en desmedro de la separación de poderes definen hoy el accionar político en Bolivia. Sería lamentable definirnos como una democracia, honesto sería adoptar el término oclocracia.

La bancarrota moral y política del Estado, no sólo bajo la era Morales, es causa de un estatus psicológico curioso. Por un lado, el elector es consciente de que, respecto a los servicios y políticas provenientes de la gestión pública, puede esperar poco del Estado en todos sus niveles. Por otro lado, llegada la hora de los comicios electorales, sea por inconsecuencia o por impotencia respecto a su participación en la toma de decisiones, éste vota por un “mesías” que promete solucionar todos sus problemas.

Así, el elector es el promotor involuntario de la oclocracia boliviana. Pero no es el culpable de esta situación, tampoco su reflejo, el agente político. Culpable es el diseño obsoleto de su sistema político, dotado de un poder ejecutivo omnipotente y de impostoras e impracticables “instituciones de democracia directa”. La participación política del electorado se limita a la elección de autoridades y a costosas encuestas de popularidad, disfrazadas de democracia participativa.

El ciudadano de a pie, más competente que muchos teóricos, comprende al menos intrínsecamente estas limitaciones, y acude al único espacio donde será escuchado, la informalidad de las calles.

Los comicios del próximo año son de poca relevancia, sabemos que, sin importar la identidad-espejo del portador de promesas, nuestras vidas no mejorarán por el accionar de la gestión pública. Ignoremos entonces el show mediático, las acusaciones y contraacusaciones personales de figuras políticas, que si el MAS se desintegra o la oposición se integra.

Mejor pensemos en reformar desde la sociedad civil un modelo resquebrajado que nos ignora y permite que frases lapidarias como las del maestro Borges cobren vida. Sólo así podremos maximizar los derechos y libertades del individuo, minimizar el Estado y sus desaciertos, y alcanzar verdadera influencia en la toma de decisiones.

Hasta que esto no suceda, el círculo vicioso descrito arriba continuará y la informalidad de las calles no cesará. Cuando la sociedad disfrute de un modelo verdaderamente formal respecto a su participación en la gestión pública, las calles dejarán de ser escenario político por excelencia, y se podrán abrir las puertas para compromisos y progreso para todos.