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Un festival de película

Veintisiete países representados, entre ellos Bolivia, y 84 películas, de todos los metrajes posibles, hicieron del IX Festival Internacional de Cine de los Derechos Humanos, celebrado en Sucre entre el 22 y el 28 de julio, una explosión de colores, imágenes en movimiento e historias. La iniciativa y todo el peso de la organización correspondieron al Centro de Gestión Cultural Pukañawi y a su empeñoso y buen conductor Humberto Mancilla. El centro exhibió también los cortometrajes realizados por los estudiantes del Segundo Taller del Cine Documental de los Derechos Humanos, que vinieron de todo el continente a formarse en Sucre.

Un esfuerzo notable y realmente destacable, que año a año dinamiza la vida cultural de la Capital y lleva la reflexión a sus salas y el público, lo que revela que el cine en Bolivia está renaciendo. Se ha anunciado que las películas ganadoras serán exhibidas en otros departamentos, para fortuna de amantes del cine de contenido social —cada vez más escaso—en las pantallas de las salas comerciales, dedicadas a adormecernos con Batman o cualquier otra pueril fantasía.

El festival estuvo dedicado a la memoria de Luis Espinal, quien asumió al cine como un arma de los débiles. Este año tocó revalorizar el trabajo, la dignidad y la vida, y denunciar las formas perversas que estas dimensiones están tomando bajo el capitalismo actual, pero también para revalorizarlas como componentes esenciales del ser humano. La agresión transnacional minera en Guatemala; los migrantes africanos e hindúes retenidos en la posición española de Ceuta o en Austria; las agresiones a los derechos humanos cometidos por represores y senderistas en la guerra interna peruana; la organización diaria y comunitaria de la comida para 50.000 personas en el Templo Dorado de Amritsar, India, y el regreso de la memoria fílmica a la Isla del Sol fueron algunos de los largometrajes premiados, que en calidad de jurado me tocó en fortuna observar. La experiencia incluyó la sorprendente visita a la cárcel de San Roque para exhibir el documental boliviano de Álvaro Olmos, que trata sobre el reclusorio de San Antonio en Cochabamba. ¡Presos viendo a otros presos por intermedio de la libertad de la pantalla! Sus exclamaciones, risas y protestas al ver a sus pares en la penitenciaría del valle configuraron un escenario humano irrepetible; para ellos y el jurado.

La película ganadora en el sector latinoamericano —Justicia para Mi Hermana, de la realizadora Kimberly Bautista, Los Ángeles, pero con raíces latinas— narra la historia de Adela, una mujer guatemalteca de 27 años que salió de su casa y nunca regresó. Fue asesinada por su “compañero”(sic) sentimental. Su hermana Rebeca, mujer de escasos recursos que apenas sobrevive vendiendo tortillas, decide tomar la justicia en sus propias manos, en un país donde, como en el resto de América Latina, en general y lamentablemente los casos de las miles de mujeres asesinadas anualmente se pierden en los vericuetos de pasillos policiales o en los estrados judiciales. Esta vez, el miedo y la corruptela son vencidos, y el asesino es condenado. Por su parte Rebeca, en el curso del duro lidiar con el poder, se transforma en una activista de los derechos humanos de las mujeres. Una lección de vida y experiencia, que sin duda servirá como espejo para el caso boliviano, donde también las mujeres son asesinadas y vejadas con pasmosa impunidad.