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Marraqueta gigante

El sábado se celebró la primera Feria de la Marraqueta, Pan Sarnita y el Sándwich Tradicional de La Paz. El producto más sobresaliente del evento fue una marraqueta de 2,3 metros de largo, elaborada con más de medio quintal de harina por el panadero Porfirio Mamani Quispe. A su vez, el supermercado Fidalga preparó la sarnita más grande, de 4 kilogramos de peso.

Este acontecimiento, que sin duda pone de relieve una de las tradiciones más arraigadas de la ciudad de La Paz, nos invita a reflexionar acerca del tamaño real de las marraquetas que los empresarios y microempresarios del rubro ofrecen cotidianamente a la población paceña. La realidad muestra que la tradicional marraqueta tiene hoy una fracción del tamaño de la que conocieron nuestros padres y abuelos.

Lo que verdaderamente llama la atención es que la reducción del tamaño y peso de la marraqueta paceña, y por tanto de su valor nutricional, deviene de un largo proceso, que se ha ido dando a lo largo de varios años. En este tiempo, el Gobierno central, para que el precio de este artículo de primera necesidad se mantenga, ha proporcionado generosas cantidades de harina de trigo a los panificadores a precios subvencionados, cuyo costo es asumido por todos los ciudadanos. Esto con el fin de garantizar la soberanía alimentaria del país.

La situación, entonces, es que mientras el costo de mantener constante el precio de la tradicional marraqueta se calcula en varios cientos de millones de bolivianos al año, los empresarios del sector han ido disminuyendo la calidad de su producto; proceso que resulta en un incremento indirecto de su precio. Esta situación implica un doble beneficio para los panificadores. Por un lado, obtienen harina subvencionada; y por otro, producen panes más pequeños al mismo precio. Parece un negocio redondo. Y eso sin considerar las condiciones laborales que deben sufrir algunos asalariados del sector, que trabajan en talleres artesanales decimonónicos.

Otro detalle curioso es que la subvención se otorga sólo en las regiones andinas del país. Para dar un ejemplo, los ciudadanos cruceños no tienen el (dudoso) beneficio de comprar el pan año tras año al mismo precio. Y eso no significa que en Santa Cruz —o en cualquier otra región del país donde la subvención no se aplique— no haya gente pobre. La hay, y con las mismas necesidades que las personas de pocos recursos del occidente del país, y con el mismo derecho a recibir alimentos a precios bajos.

Parece que ha llegado un momento de profunda reflexión para las autoridades sectoriales del Gobierno, quienes, a nuestro entender, deben proyectar una política que propenda a la equidad territorial, pero que también promueva el mejor uso de los recursos públicos, que hoy por hoy están al servicio —al menos parcial— de intereses privados muy claramente visibles.