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Cuando los progres van a la guerra

El objetivo de Barack Obama, en cambio, es vago, moral, perfectamente defendible, pero difícil de explicar

/ 7 de septiembre de 2013 / 04:51

Antes de tomar asiento el lunes en el comité de Relaciones Exteriores del Senado, el secretario de Estado estadounidense, John Kerry, se cruzó con uno de los jóvenes que ocupaban el lugar con pancartas contra una intervención militar en Siria. “La primera vez que testifiqué ante este Comité”, recordó después Kerry, al tomar la palabra, “yo tenía 27 años, y mis sentimientos eran similares a los de ese manifestante”.

En efecto, en 1971 un joven teniente llamado John Kerry, recién llegado del frente, prestó declaración ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado contra la guerra de Vietnam. Al lado de Kerry se sentaba el lunes un distinguido laureado en ese conflicto, Chuck Hagel, que igualmente hizo el tránsito hasta convertirse en un combatiente decepcionado. “No es que sea un pacifista, soy realista, entiendo cómo es el mundo, pero la guerra es una cosa terrible, en la que no hay ninguna gloria, sólo sufrimiento”, escribió el hoy Secretario de Defensa en su biografía de 2006.

Además del hecho tan mencionado de que el Comandante en Jefe de estas fuerzas armadas a punto de entrar en combate es un premio Nobel de la Paz, el ataque a Siria, si es que finalmente se produce, tendrá, entre otras particularidades la de ser dirigido, para bien o para mal, por un grupo de pacifistas o de progresistas que entienden la guerra como un recurso con fines humanitarios.

El mejor representante de este último grupo es Samantha Power, embajadora de Estados Unidos en las Naciones Unidas. Power observó como periodista los horrores de la guerra de los Balcanes y escribió después un libro (A Problem from Hell: America and the Age of Genocide) sobre la obligación moral de Estados Unidos de intervenir militarmente para evitar situaciones semejantes. La Embajadora de EEUU en las Naciones Unidas defendió el viernes anterior esa misma tesis, aplicada a Siria, en el Center for American Progress, donde dijo que el escepticismo, cuando se trata de una intervención militar en el extranjero, es “saludable”.

A la derecha de Barack Obama en la Casa Blanca, como su consejera de Seguridad Nacional (su principal asesor de política exterior) se sienta Susan Rice, precisamente la antecesora de Power en las Naciones Unidas, y quien, como ella, entiende que la maquinaria militar de su país está para hacer el bien. Después de conocerse la matanza de Ruanda, durante la que trabajaba para Bill Clinton también en el consejo de Seguridad Nacional, Rice declaró: “Me he jurado a mí misma que si me enfrento a una crisis similar de nuevo, estaré del lado de los que proponen tomar medidas drásticas, prendiendo el fuego si es necesario”.

No cuesta mucho, por tanto, imaginar el tipo de recomendaciones que recibió el presidente de Estados Unidos antes de anunciar su decisión de atacar Siria, ni es difícil tampoco suponer la perplejidad y la decepción de estos personajes, convencidos de estar en el lado correcto de la historia, ante la pasividad observada en el resto del mundo o la oposición encontrada en el Congreso norteamericano.

Esta es una Administración en la que abundan los bienintencionados, los políticos en la línea de Madeleine Albright, que definió a su país como “la potencia irreemplazable”, los políticos que entienden que la fuerza de Estados Unidos radica en su poder moral, en su valor para frenar la tiranía allí donde sea preciso y en solitario si no hay otra alternativa.

El pragmatismo de Obama ha matizado hasta ahora esa tendencia, pero, a la postre, su intento de interponerse ante una catástrofe humanitaria cometida con armas tan crueles como los gases venenosos será lo único que pueda justificarle ante la historia en el caso de que el episodio de Siria acabe de mala manera.

Kerry, Hagel, Rice o Power tal vez pueden hacer la guerra más digerible que Rumsfeld o Cheney, pero quizá no más eficaz. Ciertamente, la anterior Administración alcanzó en sus aventuras bélicas tal nivel de inoperancia que es difícil de superar, pero todos los récords acaban siendo batidos.

Algunas de las ventajas de una Administración progre —con el simbólico apoyo internacional del presidente socialista de Francia— son evidentes: su esfuerzo por convencer, el reconocimiento inocente de sus propias dudas, el agotamiento sincero de las vías diplomáticas, el señalamiento de una solución política en última instancia. Pero los inconvenientes también: la improvisación, los titubeos, la ausencia de un claro objetivo.

El trío Bush-Cheney-Rumsfeld pretendía cambiar el equilibrio de fuerzas en Oriente Próximo con vistas a garantizar el predominio de Estados Unidos durante varias décadas. Y si ese propósito exigía mentir, o cosas peores, se hacía en nombre de las razones de Estado. El objetivo de Barack Obama, en cambio, es vago, moral, perfectamente defendible, pero difícil de explicar. En una guerra, los norteamericanos —cualquiera, en realidad— necesitan saber dónde están los buenos y dónde están los malos: democracia contra Hitler, América contra el comunismo, América contra Saddam Hussein. Obama, con su permanente visión compleja de la realidad, no ha sido aún capaz de presentar su causa con la nitidez precisa. Bush, Cheney y Rumsfeld todavía hoy defienden la guerra de Irak, sobre la que no guardan complejos. Obama, en cambio, se ha corregido sobre la “línea roja” a Siria incluso antes de que su guerra empezara.

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Obama, en busca de la credibilidad perdida

Las palabras de Obama reflejan su comprensible frustración con el comportamiento de la oposición en el Congreso, que ha entorpecido durante estos últimos cinco años muchas de las principales iniciativas de la Casa Blanca.

/ 2 de febrero de 2014 / 04:03

En un momento crítico de su gestión, cuando se juega su relevancia como presidente y su influencia dentro de su partido, Barack Obama ha presentado en el discurso sobre el estado de la Unión nuevas ideas y nuevos métodos con los que tratar de recuperar la credibilidad perdida. Respaldó sus palabras con una gira en la que insistió en que está dispuesto a actuar por decreto para restablecer la igualdad de oportunidades y una mayor justicia distributiva.

Su intervención el martes por la noche ante el pleno de ambas cámaras del Congreso y la representación de todos los poderes de la nación —la tradicional demostración anual de unidad y vigor del sistema político de Estados Unidos— fue convincente y brillante, tal vez el mejor de los cinco discursos sobre el estado de la Unión que ha pronunciado hasta ahora Obama. Pero la firmeza de sus promesas no se corresponde con su capacidad actual para hacerlas cumplir, y el Presidente corre un gran riesgo de que sus palabras, de nuevo, se las lleve el viento.

“Estoy dispuesto a trabajar con todos ustedes”, dijo Obama a los congresistas, “pero Estados Unidos no puede quedarse parado ni yo me quedaré. Así es que, cuando sea y como sea, yo voy a dar los pasos sin legislación para extender las oportunidades a más familias norteamericanas; eso es lo que voy a hacer”.

Uno de los pasos que va a dar sin legislación es el de aumentar el salario mínimo a los empleados del Gobierno federal. Poco más se sabe de lo que va a hacer —algunas sugerencias vagas sobre la protección del medio ambiente o la reforma educativa— y poco más puede hacer.

Las palabras de Obama reflejan su comprensible frustración con el comportamiento de la oposición en el Congreso, que ha entorpecido durante estos últimos cinco años muchas de las principales iniciativas de la Casa Blanca, desde el cierre de Guantánamo hasta la reforma migratoria, y trata de satisfacer la ansiedad de sus seguidores, que constantemente le piden más arrojo.

Sin embargo, fuera de esa descarga emocional, en realidad es poco lo que puede esperarse que Obama haga sin el respaldo del Congreso, especialmente en lo que atañe a la política nacional, donde sus manos están constitucionalmente muy atadas. Esa misma decisión de aumentar el salario mínimo, tendrá que limitarse a los funcionarios federales porque para extenderla a todos los trabajadores es preciso una ley a la que se niegan los republicanos.

Los republicanos se niegan también a aprobar en la Cámara de Representantes la legalización de inmigrantes indocumentados que ya fue aprobada en el Senado, y han paralizado otras propuestas de la Casa Blanca para el desarrollo de energías alternativas o algunos incrementos de impuestos a los ricos en busca de un mayor equilibrio fiscal.

Ese obstruccionismo, que no ha llegado a impedir la reforma sanitaria aunque sí ha deslucido su entrada en vigor, ha oscurecido en términos generales la gestión de Obama y amenaza ahora con hacer irrelevantes los tres años que aún le quedan por delante. Pocas concesiones puede esperar Obama en este tiempo —a menos que los republicanos sufran una derrota estrepitosa, pero improbable, en las elecciones legislativas del próximo noviembre— y pocos movimientos políticos pueden esperarse.

No puede descartarse que la oposición acabe pagando un precio en las urnas por su actitud del martes. Pero lo que es seguro es que Obama está sufriendo ya un fuerte quebranto de su credibilidad por esta situación. Si las cosas no avanzan, el último responsable a los ojos de los ciudadanos es el Presidente, que ha sido incapaz de encontrar los mecanismos para hacerlas avanzar.

El respaldo a Obama apenas se mantiene ya sobre el 40%, con menos del 30% de la población optimista sobre el rumbo del país. Aunque no puede decirse aún que su nombre empiece a ser tóxico, es llamativa la falta de interés de muchos candidatos demócratas de contar con la presencia del Presidente en sus campañas electorales.

Éste que el Presidente llamó en su discurso del martes “un año de acción”, puede ser también su última oportunidad de robustecer su legado. Quedan pocos meses para que Obama consiga sacar adelante proyectos relevantes. Después de las elecciones legislativas, ambos partidos se concentrarán en extraer las lecciones adecuadas de cara a las presidenciales de 2016. Dentro de la precipitación diabólica con que se viven los ciclos políticos en la actualidad, Obama podría convertirse en lame duck a final de este año, dos antes de acabar su presidencia. En los medios de comunicación ya vende más la imagen de Hillary Clinton.

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Snowden, un héroe trágico

Con su aspecto de buen chico, Snowden es el héroe perfecto en un mundo repleto de villanos

/ 13 de julio de 2013 / 06:20

Sabido es que las mejores intenciones no siempre producen los mejores resultados. Aplicado a Edward Snowden, el exanalista de los servicios secretos de Estados Unidos que ha sacado a la luz impactantes revelaciones sobre el espionaje de ese país, incluso si su propósito es altruista, las consecuencias no serán las de más transparencia, más democracia y más control ciudadano de la actividad de los Estados, sino todo lo contrario.

Snowden responde al prototipo, muy norteamericano, del justiciero solitario. Esta sociedad ha alimentado durante décadas el mito del individuo que sobresale de la masa para defender el bien por encima del poder expansivo y siniestro del Gobierno y sus cómplices, los intereses creados. Ese mito encuentra hoy un terreno abonado en un mundo, por lo general, decepcionado con todo lo institucional y establecido, con los partidos políticos, las empresas, los sindicatos, los medios de comunicación, con cualquier suerte de organismo público o centro de poder tradicional. Snowden puede ser el rostro tras la máscara de Anonymous presente en tantas manifestaciones juveniles, desde Estambul a Sao Paulo, es un aspirante a ídolo de quienes aspiran legítimamente a subvertir un orden injusto o, por lo menos, insatisfactorio.

Existen muchas razones para simpatizar con Snowden: su atrevimiento al desafiar a la nación más poderosa del planeta, su mensaje sobre la prevalencia de los derechos de los ciudadanos sobre la seguridad de las instituciones, su propio sacrificio personal, especialmente encomiable en una época superficial y acomodaticia. Pueden, además, compartir el aprecio por Snowden personas de distinta orientación ideológica o clase social, puesto que su figura es neutra, virgen y universal. Su causa es indiscutible, la verdad, y su enemigo es gustosamente compartible, el lado oscuro de la maquinaria estatal. Con su aspecto de buen chico, Snowden es el héroe perfecto en un mundo repleto de villanos.

Es necesario, sin embargo, ir un poco más lejos para valorar sus actos. Aunque cuesta decirlo en estos tiempos, no todo lo que perjudica al Estado beneficia automáticamente al individuo. Por culpa de la impotencia demostrada por muchos gobiernos para responder a demandas nuevas, la democracia puede estar en crisis, pero no en duda. Los sistemas democráticos siguen disponiendo de instrumentos para evitar los abusos de poder, los mismos a los que Snowden hubiera debido recurrir aprovechando el Estado de derecho bajo el que vivía, no dinamitándolo. Esos instrumentos pueden resultar, a veces, obsoletos o insuficientes, pero es responsabilidad de la población renovarlos y ampliarlos, no torpedearlos con acciones individuales. La idea de “cualquier cosa es mejor que esto” se corresponde con sociedades desesperadas y, frecuentemente, fracasadas.

Se puede decir con razón que si Snowden no hubiera hecho públicos esos programas de espionaje, hoy no sabríamos de ellos y se seguirían aplicando a nuestras espaldas. Gracias a su determinación, ciertamente, hoy los conocemos, si lo creemos necesario podemos combatirlos y, en última instancia, con mucha persistencia y suerte, tal vez podamos abortarlos. Eso es mérito de Snowden y hay que concederle reconocimiento.

Cada acción, no obstante, tiene sus efectos, que es preciso tener en cuenta para llegar a una conclusión. Dos de las consecuencias del paso dado por Snowden han sido la de arruinar, quizá definitivamente, el prestigio de Barack Obama en Europa y la de devolver la imagen de su país a niveles similares a los años de la guerra de Irak. Eso es un precio que quizá paguen gustosamente muchos indiferentes a la suerte del Presidente norteamericano o al papel internacional de Estados Unidos. Pero puede que no piensen lo mismo quienes entiendan la trascendencia histórica de la alianza entre EEUU y Europa o aprecien las virtudes de un presidente, mejor o peor, pero más próximo al estilo y la sensibilidad europeas que la mayoría de los que hemos conocido y conoceremos en el Despacho Oval.

Junto al desvanecimiento de Obama y el arrinconamiento de EEUU, se ha producido el alzamiento de Vladímir Putin, de Rusia y de China. Esos dos países, ambos con gobiernos autoritarios (el primero, democráticamente elegido) y frecuentes violaciones de derechos humanos, han visto indirectamente refrendadas sus políticas opresivas y su constante propaganda contra el gran imperio de Occidente. Al mismo tiempo, se ha quebrado un clima de confianza y colaboración entre Bruselas y Washington, se ha entorpecido un flujo de información que es imprescindible para la seguridad de los europeos y quizá se han obstaculizado unas negociaciones de libre comercio que las débiles economías europeas necesitan ansiosamente.

Cabe decir que Snowden no es responsable de todo eso. Al margen de la culpa que le corresponda de acuerdo con las leyes de su país, su responsabilidad moral acaba con la manifestación de datos que su conciencia no le permitía ocultar por más tiempo. No puede decirse lo mismo de quienes han jaleado sus revelaciones, especialmente de los gobiernos que han dado crédito y repercusión a lo filtrado mientras después han negado el asilo que, dentro de esa lógica, hubiera merecido el filtrador. Esos gobiernos sí son responsables de haber cedido fácilmente a la presión de sus opiniones públicas y de haberle escamoteado a sus ciudadanos la verdad cruda que una sociedad adulta merece escuchar: que la función de los servicios de inteligencia es obtener información, cuanta más mejor, sí, poniendo los intereses nacionales por encima de amistades y cortesías diplomáticas, y sí, en secreto, o ¿alguien pretende transparencia en el espionaje?

Dejando al lado a algunos de los implicados, como Rusia, China, Ecuador o Venezuela, cuyos intereses en este juego son patentes, la ira desatada entre los amigos europeos de EEUU resulta, como ha dicho un editorial de The New York Times, “fingida”. Es evidente que ellos también espían a los amigos. Quién puede dudar, por ejemplo, de que los servicios secretos franceses intentan averiguar qué sucede en España o en Alemania que pueda ser valioso para su país. Igualmente, sería una imperdonable negligencia que los servicios españoles no buscasen por todos los medios acceso a información del Gobierno de Marruecos útil para nuestra seguridad. Otra cosa es que EEUU disponga de más y mejores medios para esa labor, pero eso no modifica el juicio.

Lamentablemente, las primeras reacciones tras el trabajo de Snowden no hacen pensar en un futuro de mayor transparencia, más democracia o más control. Quizá mueran los programas que él ha revelado, pero los países tratarán de perfeccionar otros sistemas y proteger aún más secretos. Se limitará el número de personas con acceso a información confidencial y se harán más opacas las herramientas de inspección. Los métodos dictatoriales, que se han comprobado más eficaces, salen reivindicados. Las sospechas mutuas condicionarán el intercambio de datos entre gobiernos y la cooperación antiterrorista puede resentirse.

Nada de eso impedirá que Snowden siga siendo considerado un héroe por algunos, pero su heroísmo es algo trágico. No aparece laureado tras salvar vidas y evitar catástrofes. El suyo es más bien un triste éxito, lleno de dudas y controversias, de sospechas y cábalas, como la vida que, al parecer, llevó en su corta trayectoria en el espionaje.

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Los escándalos amenazan la imagen de Obama

Obama ha reaccionado de distinta manera y con diferentes ritmos sobre los tres frentes abiertos en su contra. Más que un escándalo, el espionaje a AP es una operación que afea la imagen de una administración que presumía de haber acabado con las tácticas secretistas del anterior Gobierno.

/ 19 de mayo de 2013 / 04:00

Como un malabarista en apuros, Barack Obama lidia estos días con tres escándalos simultáneamente sin acabar de controlar ninguno. Cada uno de ellos tiene un origen diferente, naturaleza distinta y variado potencial de riesgo también. Pero la acumulación de los tres amenaza, como mínimo, con desfigurar la presidencia de Obama y pone en peligro su agenda política, además de hacer parecer a todo el Gobierno como un atajo de incompetentes.

En orden temporal, se han ido acumulando: las sospechas sobre el comportamiento de la administración en el ataque terrorista a Bengasi el año pasado, la revelación de que la agencia recaudadora de impuestos (IRS) había discriminado negativamente a los grupos conservadores y, por último, esta misma semana, el descubrimiento de que el Gobierno había registrado —no escuchado— las llamadas hechas desde teléfonos de la agencia Associated Press.

El episodio de Bengasi, en el que murió el embajador de Estados Unidos en Libia y otros tres norteamericanos, ha sido explotado por la oposición republicana desde hace tiempo —fue debatido durante la última campaña electoral— como un episodio de falta de reacción del Gobierno, especialmente de Hillary Clinton, que era entonces secretaria de Estado, ante una amenaza terrorista. Obama nunca lo admitió así y nunca se ha demostrado que se pudiera haber actuado de manera más eficaz. Pero se han conocido algunas contradicciones entre las agencias de espionaje y el Departamento de Estado que para los republicanos son muestras de que se trató de ocultar la actuación inadecuada de Clinton.

En el espionaje a la agencia AP será difícil hallar nada ilegal, puesto que los números de teléfonos fueron registrados —nunca se pinchó ninguna llamada— con la correspondiente orden judicial ante la preocupación de que algunas informaciones en las que trabajaban los periodistas pudieran poner en peligro a determinadas personas implicadas en la actividad antiterrorista. Más que un escándalo, es una operación que afea la imagen de una administración que presumía de haber acabado con las tácticas secretistas del anterior Gobierno. Y, sobre todo, es una ocasión para definir más claramente los límites entre la libertad de expresión y la seguridad nacional.

De los tres casos a debate en estos momentos, el que más se parece al escándalo por antonomasia, el Watergate, es el de la actuación del IRS, en la medida en que se utilizó a una agencia oficial que debe de ser independiente por definición para perjudicar a rivales políticos. Las pruebas encontradas muestran que el IRS intentó penalizar a todas las organizaciones libres de impuestos que estaban vinculadas al Tea Party.

Obama ha reaccionado de diferente forma y a distintos ritmos en los tres episodios. El caso de Bengasi siempre lo ha interpretado como un intento de politizar una tragedia inevitable con claros propósitos de perjudicar a la Casa Blanca y a la posible candidatura presidencial del Partido Demócrata en 2016. Aún así, el miércoles atendió la petición hecha por el presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, e hizo públicas 100 páginas de correos electrónicos que se cruzaron desde varias instancias del Gobierno en las horas y días que siguieron al ataque.

En el asunto de AP, la Casa Blanca declaró que desconocía lo sucedido. Como prueba de su posición al respecto, Obama ha pedido al Congreso que reavive una legislación propuesta por los demócratas para proteger a los periodistas de la actividad de los órganos de seguridad.

En el más evidente y peligros de los tres escándalos, el del IRS, Obama anunció el miércoles la destitución de la persona que estaba temporalmente al frente del organismo —no había sido nombrado todavía un presidente— y prometió llegar hasta el final en la investigación. También en este último caso Obama tiene una tabla de salvación, puesto que resulta patente que grupos, como los del Tea Party, abiertamente dedicados a la actividad política, se están aprovechando de la situación fiscal que favorece a las organizaciones empeñadas en el trabajo social.

Si ninguno de estos tres asuntos crece, habrán servido al menos para hacer aún más tensa la relación entre demócratas y republicanos en el Congreso, donde la Casa Blanca necesita votos de la oposición para sacar adelante sus iniciativas más importantes, como la reforma migratoria.

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La excusa de la cultura de las armas

La NRA existe desde mediados del siglo XIX,  fue una organización de aficionados a la caza y a las armas, en su sentido recreativo. Su transformación en lobby de la industria del armamento fue en 1975. La irrupción de la NRA en la política fue lo que llevó las cosas hasta el punto en el que hoy están.

/ 23 de diciembre de 2012 / 04:00

Estados Unidos adora las armas. Ésa es una realidad. El 69% de la población confiesa haber disparado alguna vez y el 47% reconoce que tiene al menos un arma en su casa, según encuestas de Gallup. Pero la cultura de las armas, conectada a las raíces de esta nación, ha sido también utilizada por la Asociación Nacional del Rifle (NRA), el principal lobby del sector, para la defensa de un negocio muy lucrativo que ha crecido desproporcionadamente en los últimos años.

La Segunda Enmienda de la Constitución norteamericana, que reconoce, según algunos, incluido el actual Tribunal Supremo, el derecho a poseer armas de fuego, fue redactada por James Madison, un sureño, socio de Thomas Jefferson, para mitigar las sospechas de sus paisanos sobre la intención de los federalistas de Nueva Inglaterra de crear un estado central acaparador y opresivo.

Esa Enmienda dice, textualmente, que “siendo necesaria una bien regulada milicia para la seguridad de un estado libre, el derecho del pueblo a tener y portar armas no debe de ser infringido”. Sobre ese texto se han hecho interpretaciones diferentes de forma constante casi desde el mismo momento de su publicación. Algunos juristas, incluidos miembros de otros anteriores tribunales supremos, entienden que se refiere exclusivamente a un periodo anterior a la creación de un ejército nacional de Estados Unidos, cuando las milicias eran aún el principal cuerpo de protección de los ciudadanos, y a las rudimentarias armas de defensa personal que existían en aquel momento.

En todo caso, en este país ha sobrevivido, ciertamente, un espíritu de desconfianza hacia el estado que lleva a muchos ciudadanos a asumir ellos mismos la responsabilidad de proteger a sus familias. Ello se une a un estilo de vida, en comunidades alejadas de los centros urbanos, que hace difícil el cumplimiento por parte de las autoridades de su obligación de mantener segura a la población.

Ése es un problema que ha sido debatido durante décadas sin encontrársele fácil solución. Los políticos están obligados, en última instancia, a respetar las leyes y la voluntad de los ciudadanos.

Lo que es discutible es que esa particularidad de la sociedad norteamericana justifique el comercio de armas que se ha producido en los últimos 40 años y, especialmente, en los últimos diez, en los que el FBI ha detectado que el número de armas se ha duplicado.

Hay que recordar que la utilización de la Segunda Enmienda para amparar la posesión de armas no ha sido siempre un argumento de la derecha, como es hoy. Como recuerda la profesora de Harvard Jill Lepore en un artículo en The New Yorker, Malcolm X animó a sus seguidores a armarse, con base en la Segunda Enmienda, y, en los años sesenta, los Panteras Negras reclamaron el derecho a la autodefensa con la misma excusa constitucional.

Fue, sin embargo, la irrupción de la NRA en la política lo que llevó las cosas hasta el punto en el que hoy están: 300 millones de armas en manos privadas y unos 30 mil muertos al año —incluidos unos 14 mil por suicidios— por armas de fuego.

La NRA existe desde mediados del siglo XIX, pero siempre fue una organización de aficionados a la caza y a las armas, en su sentido más recreativo. Su transformación en lobby de la industria del armamento no se produjo hasta 1975, y su participación en política, algo más tarde. Ronald Reagan fue, en 1980, el primer candidato presidencial oficialmente respaldado por la NRA.

Desde entonces, su ascenso ha sido vertiginoso. Hoy es la organización que más dinero gasta en campañas políticas y que más influencia tiene en el Congreso, donde muchos de sus miembros le deben el escaño. Su estrategia es sencilla: propagar el miedo para que la gente se anime a comprar armas. Con Barack Obama en la Casa Blanca, más miedo y más armas. El último año, récord histórico de ventas. Es posible que el origen de todo esto esté en la cultura de las armas de Estados Unidos. Pero, desde luego, sus consecuencias actuales no son, muy probablemente, las que calculó Madison.

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Las claves de la victoria de Obama

El día después en Estados Unidos

/ 11 de noviembre de 2012 / 04:00

Barack Obama obtuvo el martes la reelección para un segundo mandato gracias a la extraordinaria capacidad de movilización de su campaña y a la consolidación de una nueva gran coalición demócrata integrada por latinos, mujeres y jóvenes que, ayudada por la desconfianza de la clase media hacia el Partido Republicano, ha redibujado el mapa electoral de Estados Unidos.

Fue una victoria mayor de lo esperada en cuanto a votos del Colegio Electoral —303 frente a 206, 332 con su victoria en Florida—, pero ajustada en cuanto a votos populares. Obama repitió victoria en todos los estados que había ganado en 2008, excepto Indiana y Carolina del Norte, pero sólo tuvo tres millones de votos más que el candidato republicano, Mitt Romney: 60 millones (un 50,3%) frente a 57 millones (un 48,7%). Es una diferencia algo inferior a la que George Bush alcanzó contra John Kerry en 2004 y bastante menor a la ventaja con la que fueron reelegidos Bill Clinton y Ronald Reagan.

Obama es a la vez el primer presidente desde Franklin D. Roosevelt que consigue la reelección con un índice de paro superior al 7% y el primer demócrata desde el mismo Roosevelt que logra rebasar la barrera del 50% por segunda vez consecutiva.

Todo ello son indicadores de las debilidades y fortalezas que Obama ha mostrado en estas elecciones. Por un lado, ha sido un líder capaz de aglutinar a una significativa masa de votantes que han confiado en él por encima de los resultados de su gestión. Por el otro, es evidente que tendrá que gestionar un país políticamente polarizado en la que la mitad pone en duda sus condiciones.

Son muchas las circunstancias que pueden haber contribuido a la victoria de Obama. Desde su conducción de la catástrofe del huracán Sandy, en drástico contraste con lo que ocurrió durante el Katrina, hasta las limitaciones de su rival, atrapado por una imagen de millonario oportunista que pesó sobre él como una losa.

La campaña demócrata fue muy eficaz en asentar esa imagen en una propaganda que se remonta hasta la primavera. Pero el propio candidato republicano contribuyó a ello con su negativa a esclarecer sus declaraciones de impuestos y un par de tropiezos —especialmente el del video en el que despreciaba al 49% de la población que recibe algún tipo de ayuda pública— que no pudo compensar con sus éxitos posteriores.

La estrategia de una campaña es, sin duda, determinante en las democracias modernas. La de Obama, ahora y en 2008, se ha ganado fama de una gran perspicacia. Aunque esa vez no ha tenido a favor el viento de la historia ni se ha favorecido por el caos que rodeó a la campaña de John McCain. Esta vez, los estrategas de Obama han tenido enfrente a otra maquinaria igualmente poderosa que ha gastado 500 millones de dólares más que la campaña demócrata.

Las estrategias y el dinero necesitan, sin embargo, un buen producto que vender para tener éxito. Las encuestas hechas por los medios de comunicación a la salida de los centros de votación, y antes, en los últimos días de la campaña electoral, revelan que Obama era un mejor producto. Los electores, por diferentes márgenes, lo consideran un líder más fuerte, más confiable y más capacitado que Romney. Incluso en el apartado de la economía, preocupación principal de los votantes y el único en el que el candidato republicano ha estado con ventaja durante meses,

Obama igualaba o superaba ligeramente a su rival en el último momento. Y estaba por encima de él en una pregunta capital: ¿quién cree que pueda hacer más por usted? Otros datos destacables de esas encuestas: una mayoría en los estados claves culpaba fundamentalmente a George Bush de los problemas económicos del país y un 56% del estado de Ohio aplaudía la decisión del Presidente de rescatar la industria del automóvil, que fue criticada por Romney.

“Ustedes me conocen, saben quién soy”, insistía Obama en sus últimos discursos. La gente sabe, más o menos, qué puede esperar de Obama, cuáles son sus virtudes y cuáles sus defectos. Sabe que ha hecho un gran esfuerzo por mejorar la situación económica, aunque lo haya conseguido sólo en parte. Sabe que es un hombre honesto que no va a dar lugar a escándalos ni corruptelas. Frente a eso, Romney es la encarnación de la incertidumbre. De convicciones siempre fluctuantes, era imposible predecir qué Romney encontraríamos en la Casa Blanca, si el extremista de las primarias o el moderado de la campaña presidencial.

En el sistema político estadounidense, la reelección es el destino natural de un presidente. En los últimos 50 años, sólo Jimmy Carter y George Bush padre no lo consiguieron, y en circunstancias muy particulares. La derrota de Obama hubiera sido una auténtica conmoción, máxime al tratarse del primer presidente afroamericano de la historia.

Tiene que concurrir buenas razones para que los norteamericanos no le den a su presidente una segunda oportunidad. Un sonoro fracaso internacional, una decadente perspectiva económica o un brillante candidato de oposición pueden ser el motivo para hacerlo. Ninguna de esas circunstancias existía en esta ocasión. Los estadounidenses se sienten protegidos con su comandante en jefe, respaldan su actuación en el mundo y están preocupados, pero más optimistas, respecto al rumbo de la economía.

Finalmente, con la precaución de que, con el 2% de votos en sentido contrario, el análisis hubiera sido diferente, Obama ofreció un rostro que se parece más al actual Estados Unidos. Como demuestra la legalización de la marihuana o del matrimonio gay en algunos estados, como prueba, sobre todo, el incremento de la participación de los latinos, éste es un país que está cambiando en una dirección distinta a la que se mueve el Partido Republicano.

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