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Sin ley, lo ilegal es ley

Me presenté al Tribunal Penal con la convicción de cumplir el deber señalado en las obligaciones ciudadanas con la sociedad y el Estado, con la curiosidad de observar si el procedimiento judicial funcionaría como en las películas norteamericanas y la duda existencial de mi capacidad de administrar justicia. Unos días antes, sonó el timbre en casa, y al abrir el portón, un oficial se presentó a nombre del Tribunal con un memorándum, designándome Jurado en la terna civil que acompañaría al juez asignado a un caso. Allí no te dicen nada más.

En la corte me indicaron tomar asiento en la antesala de la oficina del juez. Al momento llegaron una, dos mujeres y fuimos tres las que esperamos, mirándonos, sin hablar. Llegó un hombre y tomó asiento también: no tenía más de 27 años, vestía polera sin mangas, pantalón ancho a la rodilla, a la usanza adolescente, mandaba mensajitos por celular, hablaba por teléfono. Quince minutos después, el juez nos hizo pasar a las mujeres a su despacho y se dirigió al joven: ¿Dónde está su abogado? —No va a poder venir, tiene otra audiencia, respondió.

Me quedé de una pieza cuando el juez nos dijo, ya sentado en su escritorio, que el muchacho estaba imputado por delito de violación y debíamos iniciar el juicio, escuchar las partes, decidir su inocencia o culpabilidad en base a declaraciones y evidencias.

Una asistente nos hizo pasar a la sala del tribunal, el juez instaló el acto formal, y mientras las tres estábamos ubicadas como “jurado”, el muchacho, a un lado, que no dejaba de jugar con el celular, repitió la respuesta y presentó un memorial arrugado a la pregunta formal de por qué se presentaba sin abogado. El juez golpeó la mesa con el mallete, dictó nueva fecha para iniciar el juicio y advirtió que de no presentarse nuevamente el imputado con abogado, quedaba establecido que asumiría su defensa uno de oficio. La fecha anunciada fue feriado y no hubo actividad judicial. Nunca más fui notificada sobre el asunto, y hace mucho, muchísimo tiempo de eso.

Ese día me pregunté, como me pregunto hoy y me pregunto todos los días: ¿A quién le importó si ese muchacho efectivamente había cometido una violación o era inocente? ¿Qué garantías me protegen como jurado obligada por la ley y el azar, en un caso en el que jurados e imputados llegamos como si nada a la misma sala de espera, sin el menor resguardo judicial o policial? ¿Quién protege a los jueces de los fallos que dictan y a las víctimas que, confiadas en el sistema, revelan nombres, lugares, reconocen rostros, informan delitos?

¿Quién protege a los niños, niñas y adolescentes que trafican droga en las escuelas, en las plazas, en cualquier parte, del acoso de adultos obligándoles al mal, quien sabe con qué amenazas a cambio de premios malhabidos? ¿Quién garantiza a las víctimas del microtráfico de drogas a que una vez cumplidas sus tareas de reinserción se les dé la oportunidad de volver a la escuela, de no ser apuntadas con el dedo y condenadas de por vida a la muerte civil que propina el entorno social? ¿Por qué los fiscales y la Policía dan cuenta a la prensa, en lugar de al proceso debido, sobre las investigaciones que deberían conducir a la detención de los traficantes, de los asesinos, de los delincuentes? ¿Por qué las autoridades responsables muestran a las víctimas y estigmatizan colegios, personas, barrios, grupos, sin dar con un solo detenido real, del que se informe sus conexiones y modos de operación? ¿Es que los llamados a defender al Estado y los medios de comunicación son medios de alerta de delincuentes en lugar de colaboradores de garantías, apoyo y respeto por las víctimas?