Cuarenta años después
Pocas experiencias han logrado un equilibrio entre la justicia social y las libertades individuales
El 11 de septiembre de 1973, los militares comandados por Augusto Pinochet y respaldados por el presidente Nixon y su asesor Henry Kissinger perpetraron el defenestramiento del presidente de Chile Salvador Allende. La pregunta si Allende se suicidó o fue asesinado no ha obtenido hasta ahora una respuesta definitiva.
Existen evidencias y argumentos que apoyan respectivamente cada una de estas posibilidades.
Las heridas que se abrieron entonces en la sociedad chilena no han sanado hasta ahora, ni el sistema político creado por Pinochet ha sido desmantelado en su integridad. Algunos observadores consideran que una segunda victoria electoral de Michelle Bachelet en noviembre abrirá el camino para convocar a una constituyente, que elimine los últimos amarres del autoritarismo y las restricciones todavía vigentes al pleno ejercicio de la democracia representativa.
Eventualmente cabría imaginar también la explicación al pueblo de Chile de la verdad completa de los hechos, la sanción de los autores materiales e intelectuales de las violaciones a los derechos humanos, así como la reparación justiciera a las víctimas y damnificados de la larga dictadura de Pinochet.
En su momento, la elección de Allende abrió la discusión internacional sobre la posibilidad de una vía pacífica al socialismo, respetando las legalidades democrático-burguesas. La hipótesis contrastaba con la estrategia arraigada en los partidos marxistas de la toma revolucionaria del poder mediante diversas formas de insurrección, lucha armada y movilizaciones populares para la instalación de la dictadura del proletariado, fórmula que no había sido retirada a la sazón del catecismo comunista.
Muchas cosas han cambiado desde entonces a nivel global y en la región latinoamericana. Entre ellas destaca sin duda la implosión de la Unión Soviética y de los gobiernos asociados a ella en Europa Oriental, pero asimismo la retirada vergonzante del dogmatismo neoliberal y su decálogo del Consenso de Washington. Las amenazas terroristas desde diversos fundamentalismos religiosos y los desbordes inadmisibles de codicia por parte de las élites financieras transnacionales se han juntado para hacer evidente la necesidad del Estado en la protección de la sociedad respecto del crimen organizado, por una parte, de las mafias financieras, por otra, y asimismo para la promoción sistemática de la cohesión social mediante la redistribución de ingresos y oportunidades.
Detrás de cada uno de dichos objetivos se encuentra una tendencia político-ideológica específica, así como su respectiva contradictora en el polo opuesto. Y existen a su vez experiencias concretas de gobiernos que sacrifican abiertamente las libertades individuales al servicio de una mayor justicia social, así como hay también ejemplos de gobiernos que toleran niveles extraordinarios de desigualdad social al servicio de la libertad de los mercados. Ni unos ni otros son ejemplo de auténticas virtudes republicanas, la corrupción campea en diversos grados en todas partes, y las querellas parroquiales parecen haber atrapado todas las energías políticas y culturales que alguna vez ostentó América Latina. Dividida como está la región en dos modelos políticos divergentes, su relevancia internacional ha menguado hasta la irrelevancia.
Lo que ahora resulta claro es que en estos 40 años pocas experiencias han logrado un equilibrio operativo entre la justicia social y las libertades individuales, el pluralismo político y la eficacia del gobierno, la separación entre el poder político y el poder económico, así como entre la continuidad de las reformas progresistas y la alternancia periódica de los gobernantes mediante elecciones inobjetables.
Con otro contexto internacional, la demanda democrática se mantiene viva en la agenda latinoamericana.