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Defendernos del control digital

Una ley secreta, desconocida para sus sujetos, legitima el despotismo arbitrario de quienes la ejercen

/ 27 de septiembre de 2013 / 05:43

Todos recordamos el rostro sonriente y esperanzado de Obama en su primera campaña: “¡Yes, we can!” Sí, podíamos dejar atrás el cinismo de la era de Bush y ofrecer justicia y bienestar al pueblo estadounidense. Ahora que vemos que EEUU mantiene sus actividades clandestinas y amplía su red de espionaje, incluso vigilando a sus aliados, imaginamos a los manifestantes que increpan al presidente: “¿Cómo puede utilizar aviones no tripulados para matar? ¿Cómo puede espiar incluso a nuestros aliados?”, mientras Obama murmura, con una sonrisa malvada: “Yes we can”.

Pero es un error personalizar. La amenaza contra la libertad revelada por las denuncias está arraigada en el sistema. No sólo hay que defender a Edward Snowden porque haya irritado y avergonzado a los servicios secretos estadounidenses; los actos denunciados los cometen, en la medida de sus posibilidades tecnológicas, todas las grandes (y no tan grandes) potencias: China, Rusia, Alemania, Israel. Sus revelaciones han dado fundamento a nuestras sospechas de que nos vigilan y controlan, y tienen alcance mundial, mucho más allá de las típicas críticas a EEUU. En realidad, Snowden no ha dicho (y Manning tampoco) nada que no supusiéramos ya. Pero una cosa es saberlo en general y otra tener datos concretos.

En 1843, el joven Karl Marx afirmó que el antiguo régimen alemán “imagina que cree en sí mismo, y exige que el mundo imagine lo mismo”. En esas circunstancias, la capacidad de avergonzar a los poderosos es un arma. Como dice él a continuación: “La presión debe aumentarse con la conciencia de la presión, la vergüenza debe ser más vergonzosa haciéndola pública”. Ésta es exactamente nuestra situación: tras las revelaciones de WikiLeaks, la vergüenza (la suya, y la nuestra por tolerar ese poder) es mayor porque se hace pública. Lo que debería avergonzarnos es la reducción gradual en el mundo del margen para lo que Kant llamaba el “uso público de la razón”.

En su clásico texto ¿Qué es la Ilustración?, Kant compara el uso “público” y “privado” de la razón. “Privado” es el orden comunitario e institucional en el que vivimos (Estado, nación…) y “público” es el ejercicio universal de la razón: “El uso público de nuestra razón debe ser siempre libre, y es lo único que puede llevar la ilustración a los hombres. El uso privado de nuestra razón, en cambio, puede restringirse sin impedir gravemente el progreso de la ilustración. Se ve la discrepancia de Kant con nuestro sentido común liberal: el ámbito del Estado es “privado”, limitado por intereses particulares, mientras que un individuo que reflexiona sobre cuestiones generales hace un uso “público” de la razón. Esta distinción kantiana tiene especial relevancia ahora que internet y los demás nuevos medios se debaten entre su “uso público” libre y su creciente control “privado”.

Con la informática en nube, nos proporcionan los programas y la información a la carta, y los usuarios acceden a herramientas y aplicaciones en la red a través de los navegadores. Pero este mundo nuevo y maravilloso no es más que una cara de la moneda. Los usuarios acceden a programas y archivos que se guardan en remotas salas de ordenadores de clima controlado; o, como dice un texto publicitario: “Se extraen detalles a los usuarios, que ya no necesitan conocer ni controlar la infraestructura tecnológica ‘en la nube’ de la que dependen”.

He aquí dos palabras clave: extracción y control. Para administrar una nube es preciso un sistema de vigilancia que controle su funcionamiento, y que, por definición, está oculto a los usuarios. Cuanto más personalizado está el smartphone que tengo en la mano, cuanto más fácil y “transparente” es su funcionamiento, más depende de un trabajo que están haciendo otros, en un vasto circuito de máquinas que coordinan las experiencias de usuarios. Cuanto más espontánea y transparente es nuestra experiencia, más regulada está por la red invisible que controlan organismos públicos y grandes empresas con sus secretos intereses.

Si emprendemos el camino de los secretos de Estado, tarde o temprano llegamos al fatídico punto en el que las normas legales que dictan lo que es secreto son también secretas. Kant formuló el axioma clásico de la ley pública: “Son injustas todas las acciones relativas al derecho de otros hombres cuando sus principios no puedan ser públicos”. Una ley secreta, desconocida para sus sujetos, legitima el despotismo arbitrario de quienes la ejercen, como dice un informe reciente sobre China: “En China es secreto incluso qué es secreto”. Los molestos intelectuales que informan sobre la opresión política, las catástrofes ambientales y la pobreza rural acaban condenados a años de cárcel por violar secretos de Estado, pero muchas de las leyes y normas que constituyen el régimen de secretos de Estado son secretas, por lo que es difícil saber cómo y cuándo se están infringiendo.

Si el control absoluto de nuestras vidas es tan peligroso no es porque perdamos nuestra privacidad, porque el Gran Hermano conozca nuestros más íntimos secretos. Ningún servicio del Estado puede tener tanto control, no porque no sepan lo suficiente, sino porque saben demasiado. El volumen de datos es inmenso, y, a pesar de los complejos programas que detectan mensajes sospechosos, los ordenadores son demasiado estúpidos para interpretar y evaluar correctamente esos miles de millones de datos, con errores ridículos e inevitables como calificar a inocentes de posibles terroristas, que hacen todavía más peligroso el control estatal de las comunicaciones. Sin saber por qué, sin hacer nada ilegal, pueden considerarnos posibles terroristas.

Recuerden la legendaria respuesta del director de un periódico de Hearst al empresario cuando éste le preguntó por qué no quería irse de vacaciones: “Tengo miedo de irme y que se produzca el caos y todo se desmorone, pero tengo aún más miedo de descubrir que, aunque me vaya, las cosas seguirán como siempre y se demuestre que no soy necesario”.

Algo similar ocurre con el control estatal de nuestras comunicaciones: debemos tener miedo de no poseer secretos, de que los servicios secretos del Estado lo sepan todo, pero debemos tener aún más miedo de que no sean capaces de hacerlo.

Por eso es fundamental que haya denuncias, para mantener viva la “razón pública”. Assange, Manning, Snowden son nuestros nuevos héroes, ejemplos de la nueva ética propia de nuestra era de control digital. No son meros soplones que denuncian las prácticas ilegales de empresas privadas a las autoridades públicas; denuncian a esas autoridades públicas y su “uso privado de la razón”. Necesitamos Mannings y Snowdens en China, en Rusia, en todas partes. Hay Estados mucho más represores que EEUU: imaginen qué le habría pasado a Manning en un tribunal ruso o chino. Eso no quiere decir que EEUU sea blando, pero no trata a los presos con la brutalidad de esas dos potencias, puesto que, con su superioridad tecnológica, no lo necesita (aunque está más que dispuesto a usarla cuando hace falta). En realidad, es más peligroso que China, porque sus medidas de control no lo parecen, mientras que la brutalidad china es fácil de ver.

Es decir, no basta con enfrentar a un Estado con otro (como hizo Snowden con Rusia y Estados Unidos); necesitamos una nueva red internacional que proteja a los que denuncian y ayude a la difusión de su mensaje. Son nuestros héroes porque demuestran que, si los poderosos pueden, nosotros también.

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La verídica línea divisoria entre Israel y Palestina

El celebrado pensador esloveno reflexiona sobre los extremismos de uno y otro lado que impiden la paz en Oriente Medio.

Hay muestras de solidaridad con Palestina en todo el mundo. (Foto AFP)

/ 22 de octubre de 2023 / 06:30

DIBUJO LIBRE

La barbarie que Hamás ha desatado contra Israel debe condenarse incondicionalmente, sin “si” ni “peros”. Las masacres, violaciones y secuestros de civiles en aldeas, kibutzim y un festival de música fueron un pogromo, lo que confirma que el verdadero objetivo de Hamás es destruir el Estado de Israel y a todos los israelíes. Dicho esto, la situación exige un contexto histórico, no como ningún tipo de justificación, sino para aclarar el camino a seguir.

Una primera consideración es la desesperación absoluta que caracteriza la vida de la mayoría de los palestinos. Recordemos la serie de ataques suicidas aislados en las calles de Jerusalén hace aproximadamente una década. Un palestino común y corriente se acercaría a un judío, sacaría un cuchillo y apuñalaría a la víctima, sabiendo muy bien que lo matarían inmediatamente. No hubo ningún mensaje en estos actos “terroristas”, ni gritos de “¡Palestina libre!”. Tampoco había ninguna organización más grande detrás de ellos. Fueron sólo actos individuales de violenta desesperación.

Las cosas empeoraron cuando Binyamin Netanyahu formó un nuevo gobierno aliándose con partidos de extrema derecha pro colonos que abogan abiertamente por la anexión de territorios palestinos en Cisjordania. El nuevo ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, cree que “mi derecho, el derecho de mi esposa y el derecho de mis hijos a moverse libremente [en Cisjordania] es más importante que el de los árabes”. Se trata de un hombre a quien anteriormente se le había prohibido el servicio militar debido a sus afiliaciones con partidos extremistas antiárabes que habían sido designados como organizaciones terroristas tras la masacre de árabes en Hebrón en 1994.

Después de alardear durante mucho tiempo de su condición de única democracia en Medio Oriente, Israel, bajo el actual gobierno de Netanyahu, se está transformando en un Estado teocrático. La lista de “principios básicos” del gobierno actual establece que: “El pueblo judío tiene un derecho exclusivo e inalienable sobre todas las partes de la Tierra de Israel. El gobierno promoverá y desarrollará la colonización de todas las partes de la Tierra de Israel: en Galilea, el Néguev, el Golán, Judea y Samaria”.

Ante tales compromisos, es absurdo reprochar a los palestinos que se nieguen a negociar con Israel. El propio programa oficial del gobierno actual descarta las negociaciones.

Algunos teóricos de la conspiración insistirán en que el gobierno de Netanyahu debe haber sabido que se avecinaba algún tipo de ataque, dada la fortaleza de la capacidad de vigilancia y recopilación de inteligencia de Israel en Gaza. Pero si bien el ataque ciertamente sirve a los intereses de los israelíes de línea dura que ahora están en el poder, también arroja dudas sobre la afirmación de Netanyahu de ser el “Sr. Seguridad.»

En cualquier caso, no es difícil ver que ambas partes –Hamás y el gobierno ultranacionalista de Israel– están en contra de cualquier opción de paz. Cada uno está comprometido a una lucha a muerte.

El ataque de Hamás se produce en un momento de gran conflicto dentro de Israel, debido a los esfuerzos del gobierno de Netanyahu por destripar el poder judicial. Por lo tanto, el país está dividido entre fundamentalistas nacionalistas que quieren abolir las instituciones democráticas y un movimiento de la sociedad civil que es consciente de esta amenaza, pero reacio a aliarse con los palestinos más moderados.

Ahora, la inminente crisis constitucional ha quedado en suspenso y se ha anunciado un gobierno de unidad nacional. Es una vieja historia: divisiones internas profundas y aparentemente existenciales se superan repentinamente gracias a un enemigo externo común.

¿Debe haber un enemigo externo para lograr la paz y la unidad interna? ¿Cómo se rompe este círculo vicioso?

El camino a seguir, señala el ex primer ministro israelí Ehud Olmert, es luchar contra Hamás y al mismo tiempo tender la mano a los palestinos que no son antisemitas y están dispuestos a negociar. Al contrario de lo que afirman los ultranacionalistas israelíes, estas personas existen. El 10 de septiembre, más de un centenar de académicos e intelectuales palestinos firmaron una carta abierta “rechazando rotundamente cualquier intento de disminuir, tergiversar o justificar el antisemitismo, los crímenes nazis contra la humanidad o el revisionismo histórico frente al Holocausto”.

Una vez que reconozcamos que no todos los israelíes son nacionalistas fanáticos y que no todos los palestinos son antisemitas fanáticos, podremos empezar a reconocer la desesperación y la confusión que dan lugar a estallidos de maldad. Podemos empezar a ver la extraña similitud entre los palestinos, cuya patria se les niega, y los judíos, cuya historia está marcada por la misma experiencia.

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Una homología similar se aplica al término «terrorismo». Durante el período de lucha judía contra el ejército británico en Palestina, “terrorista” tenía una connotación positiva. A finales de la década de 1940, los periódicos estadounidenses publicaron un anuncio con el titular “Carta a los terroristas de Palestina”, en el que el guionista de Hollywood Ben Hecht escribía: “Mis valientes amigos. Quizás no creas lo que te escribo, porque en este momento hay mucho fertilizante en el aire. Los judíos de Estados Unidos están a favor de ustedes”.

Detrás de todas las polémicas actuales sobre quién se considera terrorista, está la masa de árabes palestinos que ha estado viviendo en un estado de limbo durante décadas. ¿Quiénes son y qué tierra es suya? ¿Son habitantes del “territorio ocupado”, “Cisjordania”, “Judea y Samaria” o… el Estado de Palestina, reconocido por 139 países y que ha sido un Estado observador no miembro de las Naciones Unidas desde 2012? Sin embargo, Israel, que controla el territorio real, trata a los palestinos como colonos temporales, como un obstáculo para el establecimiento de un Estado «normal» en el que los judíos sean los únicos verdaderos nativos. Los palestinos son tratados estrictamente como un problema. El Estado de Israel nunca les tendió la mano, ofreciéndoles alguna esperanza o describiendo positivamente su papel en el Estado en el que viven.

Hamás y la línea dura israelí son dos caras de la misma moneda. La elección no es una facción de línea dura u otra; es entre los fundamentalistas y todos aquellos que todavía creen en la posibilidad de una coexistencia pacífica. No puede haber ningún compromiso entre los extremistas palestinos e israelíes, a quienes se debe combatir con una defensa total de los derechos palestinos que va de la mano de un compromiso inquebrantable con la lucha contra el antisemitismo.

Por utópico que esto pueda parecer, las dos luchas son de la misma pieza. Podemos y debemos apoyar incondicionalmente el derecho de Israel a defenderse contra ataques terroristas. Pero también debemos simpatizar incondicionalmente con las condiciones verdaderamente desesperadas y desesperantes que enfrentan los palestinos en Gaza y los territorios ocupados. Quienes piensan que hay una “contradicción” en esta posición son quienes en la práctica están bloqueando una solución.

(*)Slavoj Zizek es filósofo

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