Leyenda e historia en Florencia
Aplanar las aceras de Florencia, donde cada piedra tiene una leyenda, es un incentivo singular
Por fin pude dedicar un mes a vivir y soñar en esa misteriosa ciudad, crisol de los más grandes escultores, pintores, arquitectos, escritores, poetas, eclesiásticos e impostores del Renacimiento. Previamente, fueron insuficientes las cortas visitas que sólo me dejaban una visión cosmética de los vastos tesoros que guarda la ciudad. Con la obra de Jacques Heers sobre el clan de los Médicis bajo el brazo, repasé la vida cotidiana de los florentinos de 1.200 a 1.500, asombrándome cómo pudieron crear tanta belleza, mientras al mismo tiempo se batían en luchas intestinas sin cuartel, sea entre güelfos y gibelinos o simplemente entre las diversas facciones de las grandes familias, en su combate inmisericorde por el control del poder político y económico. En ese ambiente surgen los Médicis, cuya ascensión, grandeza y decadencia marcan un agitado itinerario, que de crasos mercaderes los convierte en banqueros de Europa y príncipes, sin título de Florencia, incluyendo, además, la conquista de la silla de San Pedro en tres ocasiones.
Las reciprocas vendettas indefectiblemente saqueaban y hasta incendiaban los palacios enemigos, y sus propietarios, si se salvaban de ser masacrados, eran condenados por largos años al exilio. Pero ni los excesos más radicales pudieron acabar con todo. Recorrer el Palacio de los Médicis lo demuestra, pues, desprovisto de mobiliario de origen, con las paredes desnudas, tercamente conserva esplendidos techos con escenas sacras, así como los graves rostros de los tiranuelos de turno. La Capilla Medici, adyacente a San Lorenzo, en cambio quedó casi intacta. Allí se contempla el retrato de León X, el papa Medici que mitigó las penurias financieras del Vaticano, vendiendo indulgencias, por centenas, a través de Függer, su banquero alemán.
Nota discordante, como siempre, son las vías del casco antiguo tomadas por turistas que hoy, nutridos por el best seller de Dan Brown Inferno, buscan afanosamente la modesta iglesia medioeval donde está sepultada Beatriz Portinari, la musa que inspiró al divino Dante. El sol toscano me calentaba agradablemente en los jardines de Boboli, durante las pausas para volver a escudriñar los salones repletos de óleos, en los muros y tumbados de las salas de la galería Pitti, que al igual que el Palazzo Vecchio o la Uffizi, ofrece obras para varios días de estudio.
Aplanar las aceras de Florencia, donde cada piedra tiene una leyenda, es un incentivo singular, como encontrar a Benvenuto Cellini sobre el Puente Vecchio, copado por decenas de joyerías que refulgen en oro.
Visitar Siena, ciudad rival de Florencia por largo tiempo, encerrada aún en su kilométrico muro medieval, para admirar su plaza-anfiteatro es de rigor. Pero, en la cercana Lucca, invitarse al aposento familiar de Giacomo Puccini para tocar su piano es transportarse a la Boheme o a Madame Butterfly, óperas que compuso ese hijo del lugar.
Toda Italia ha estado y está, como se sabe, ligada al destino vaticano, por tanto, en momentos en que el papa Francisco trata de retrotraer a la Iglesia a sus primigenios tiempos de comunión con los pobres, relegando el oropel, los lujos y las comodidades terrenales, nos lleva a pensar en Girolamo Savonarola (1452-1498), el dominico rebelde que fustigó sañudamente al papado, quemando todo objeto de vanidad y exigiendo voto de pobreza a la jerarquía romana. El cura llegó a controlar Florencia por un tiempo, pero cayó en desgracia y fue condenado a la hoguera, siendo su cuerpo diezmado, reducido a cenizas que se arrojaron al río Arno, para no dejar reliquia alguna de posterior veneración. Sin embargo, ahora, su estatua de piedra grisácea tiene, desde una coqueta plaza, la mirada puesta en Roma, como para prevenir a Francisco sobre los riesgos que corre en su cruzada de austeridad.