Voces

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Obedecer y morir

Volvemos a un contexto de pérdida de lo común, de aislamiento y de desamparo.

/ 29 de septiembre de 2013 / 04:41

En 1944, Karl Polanyi explicó, en La gran transformación, los efectos disolventes sobre la sociedad de la utopía liberal. La reducción del hombre a su dimensión económica destruía cualquier idea de lo común y condenaba a los ciudadanos al desamparo y al aislamiento. El precio del progreso económico era la destrucción del tejido social. La pretensión de pasar de una economía de mercado a una sociedad de mercado invertía la lógica más elemental de la vida colectiva: en vez de responder a las ideas y necesidades de la sociedad, la economía se erigía en una autoridad a la que las sociedades tenían que someterse. Siempre legitimándose en nombre de la naturaleza de las cosas. La ideología como la religión siempre pretende ser portadora de la ley natural. La gran transformación a la que alude Polanyi es la respuesta que se produjo ante los descalabros generados por esta utopía de la mercantilización general de la vida. A la cabeza de todas ellas, el fascismo. Líderes carismáticos arrasaban ante el desamparo de las masas.

La crisis de la Europa actual es la apoteosis final de un periodo en el que, de nuevo, se puso a la sociedad a los pies de la especulación, de la competencia y de la ley del dinero. Las deficiencias del Estado socialdemócrata dieron oportunidad, a partir de los 80, a un renacimiento de la cultura del homo economicus. Personajes con temperamento y sin complejos, como Margaret Thatcher, dieron vía libre al retorno de la ideología y de la política que ponían la sociedad al servicio de la economía y no la economía al servicio de la sociedad. Una cierta quimera del oro en momentos de burbujas tecnológicas y cambios globales alargó el delirio: hasta que en 2008 explotó el primer mundo. La política fue obligada a salir al rescate del poder bancario, con la consiguiente transferencia de deuda privada a deuda pública. La sociedad, sometida a los efectos disolventes de la hegemonía de la cultura de mercado, había perdido el pulso político: triunfaba la indiferencia. Sólo ahora empieza a reaccionar, cuando ya nadie niega que estamos ante una crisis social de enorme envergadura, en la que prácticamente todos los sectores sufren fenómenos de desclasamiento brutal.

Volvemos a un contexto de desocialización, de pérdida de lo común y, por tanto, de aislamiento y desamparo como en los años 30. Nos tranquilizamos pensando que ni la guerra mundial ni los totalitarismos pueden ser esta vez la respuesta, porque el mundo es otro. Probablemente no haga falta tanto para desnaturalizar definitivamente la democracia. Se dice que los ciudadanos desconfían de los políticos por la corrupción y los abusos de poder. Pero la razón de fondo es la impotencia absoluta que los gobernantes demuestran respecto de la hegemonía económica. Los ciudadanos tienen la sensación de que los gobiernos no representan sus intereses porque sólo están para obedecer. Y que el voto no sirve para cambiar de política.

¿Cuál es el resultado de esta disolución de la política en la economía? Que la sociedad queda a merced de cualquiera que se presente como redentor, y, como es sabido, detrás de un redentor siempre hay un impostor. Desde el fascismo, Italia ha venido marcando el camino a Europa, dice Vattimo. Algunos vaticinan que el futuro está en el modelo de desgobierno italiano. La sensación de desconcierto generalizado viene sencillamente de la constatación de que no hay nadie al mando. De que nadie asume desde las instituciones públicas la representación de la ciudadanía. Se vive de unas estrategias económicas que conducen al absurdo: “La economía europea se hunde, pero sigan por esta vía”. Este es el mensaje que el FMI ha lanzado sobre todos nosotros. “Las políticas que hemos diseñado les arruinan, pero continúen con ellas”. Obedecer y morir. Todo sistema, cuando alcanza su punto catastrófico, se pone en evidencia. La calle empieza ahora a redescubrir la política como vía para reconstruir los vínculos sociales rotos. Y busca quien le represente. Los políticos se parapetan en el ruido: después de la polémica de los escraches, resucita el debate del aborto. Obsceno e inútil barullo para confundir al personal.

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Odio y política

La función de la Justicia no es actuar sobre los sentimientos, sino sobre hechos delictivos

/ 1 de junio de 2014 / 04:00

El Gobierno español ha invitado a la Fiscalía a actuar contra el odio en las redes sociales. El odio ha entrado paulatinamente en campaña, quizás porque algunos piensan que las palabras gruesas, cargadas de connotaciones siniestras, pueden atraer algunos votantes a un espectáculo de plateas vacías.

El odio es un sentimiento, una pasión del alma, difícilmente objetivable, forma parte, como el amor, como el resentimiento o como la envidia, del arsenal emotivo de un ser precario e inestable. La función de la justicia no está en actuar sobre los sentimientos humanos, está en intervenir cuando se producen hechos tipificados como delitos. Del mismo modo que la tarea del gobernante es la política, no la moral. Ésta la debe aplicar a su comportamiento no a moralizar a la ciudadanía, por lo menos en una sociedad liberal. El odio es libre de sentirse. Perseguirlo de principio, antes de que se traduzca en conductas delictivas concretas es peligroso. De tomarse al pie de la letra podría conducir a territorios desgraciadamente ya conocidos: limitación de la libertad de expresión, internamientos en prisiones, correccionales y psiquiátricos, y un largo etc.

El antisemitismo es una enfermedad del espíritu muy extendida, pero a ésta como a otras expresiones de odio hay que combatirlas con la palabra, con la educación y con una cultura política que no acuda a la construcción de chivos expiatorios (los inmigrantes, por ejemplo) para exorcizar los fracasos, las frustraciones y los errores.

La democracia es reconocimiento del conflicto, es ponerle voz, es confrontación civilizada. Los proyectos políticos marcan diferencias, generan fracturas, por eso tenemos mecanismos para dirimir los desacuerdos: el debate, la deliberación, la negociación y el voto. Descalificar las propuestas de los adversarios como generadoras de odio es una manera preocupante de achicar espacios. ¿Quién decide qué proyecto destila odio y qué proyecto no? ¿En qué momento se llama a la Fiscalía?

Del odio al delito hay un trecho y esta distancia hay que respetarla escrupulosamente. Es difícil ponernos de acuerdo en qué es odioso. Para mí es odioso el papel de Gallardón con la Ley del Aborto, pero no se me ocurre criminalizarlo. El régimen español necesita una reforma a fondo. Los dos grandes partidos (es reveladora la ausencia de la corrupción en la campaña) no están por la labor. El debate del odio es una fuga del Gobierno en una campaña que no moviliza. La pretensión de poner puertas al campo (ahora con Twitter) es siempre inútil y de regusto totalitario. Este país está falto de tradición auténticamente liberal, ni la derecha ni la izquierda lo han sido nunca.

Es filósofo y periodista, columnista de El País.

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2014 y la frivolidad

El año que empieza con el número 14 en su apellido será muy dado a las conmemoraciones históricas

/ 11 de enero de 2014 / 04:32

El año que empieza con el número 14 en su apellido será muy dado a las conmemoraciones históricas; dará materia para comparar los años previos a la Gran Guerra de 1914 y los tiempos actuales. Como ahora, fueron tiempos de aceleración y vértigo, de profusión de novedades y de rearme de unos poderes asediados por los cambios de mentalidad. Pero, sobre todo, la Belle Époque y los años previos a la crisis de 2008 tienen en común la pérdida de la noción de límites por parte de las élites y la enorme frivolidad de las clases dirigentes que quisieron creerse sus propias mentiras.

Otro 14 más familiar llenará los papeles de ruido: 1714, cuando España intentó constituirse en nación única, con la victoria borbónica, a costa de derechos, culturas y costumbres de las minorías. El choque de mitologías nacionales con el trasfondo del movimiento independentista catalán, de la crisis social y de la crisis de agotamiento del régimen surgido de la Transición dará lugar a más confrontación y menos debate político de lo que sería deseable. Y todo ello en un contexto de descrédito de los partidos políticos tradicionales, que puede conducirles a la tentación de buscar en la pelea, en la conversión del adversario en enemigo, del disidente en delincuente, la manera de galvanizar a los convencidos y de movilizar a los escépticos para recuperar posiciones electorales.

España está metida en una crisis social profunda, en un proyecto gubernamental de regresión moral y cultural, y en una crisis de Estado simbolizada por el deterioro institucional, el desprestigio de los partidos (“No nos representan”) y el conflicto con Cataluña. El Gobierno español se niega a reconocer la crisis social y el Presidente practica el triunfalismo de la recuperación. Rajoy ha olvidado que, pese a los recortes de 2012, la deuda no ha dejado de crecer, que 2013 ha sido un año de reformas que han hundido los salarios y han convertido a España en campeona europea del empleo destruido, y que entramos en 2014 con el anuncio de que el salario mínimo se congela en 838 dólares. Recuperación, ¿para quién?

“Tomamos la decisión que queríamos”, ha dicho Rajoy sobre el proyecto de ley del aborto. Aplica a los ciudadanos el mismo desdén que la ley a las mujeres. Autoritarismo posdemocrático es la figura.

En fin, el escapismo en el caso Bárcenas y la negativa a reformar el sistema político demuestran el nulo interés por la calidad de la democracia. Y la negativa a plantear una sola propuesta en positivo a Cataluña indica una peligrosa estrategia de combate. La frivolidad de ciertas élites económicas y políticas nos llevó al desastre de la crisis. Frivolidad es vivir fuera de la realidad. Allí siguen.

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La pérdida de lo simbólico

Cuando lo simbólico decae, la política desaparece, la demo-cracia es simplemente un ritual sin alma

/ 12 de agosto de 2012 / 04:01

Cuando los que tienen la autoridad política se acomodan en una situación de fractura social en nombre de la necesidad económica, el Estado no aparece más que como gestor de la empresa nacional. Los políticos son los primeros responsables de la pérdida de lo simbólico. Cuando el poder no se refiere simbólicamente más que al polo de ley, a un conjunto de instituciones que solo sitúa en el marco de la funcionalidad, la sociedad no sólo se descompone en una red de interrelaciones entre individuos, sino que se hace cada vez más opaca y suscita el engaño”. La cita es del filósofo francés Claude Lefort.

Cuando lo simbólico decae, la política desaparece, la democracia es simplemente un ritual sin alma, la sociedad se deshilacha contaminada por el miedo y el recelo. Es un retrato de la situación en la que estamos: el argumento económico ahoga cualquier otra consideración y sirve de coartada para que el que gobierna eluda sus responsabilidades. “Es lo que hay que hacer” y “no se puede hacer otra cosa”, aquí empieza y termina todo el discurso del PP (partido que gobierna en España). Sin alternativa, todo se embrutece. El ministro Montoro ha llevado esta actitud a las más altas cotas de indignidad al justificar la amnistía fiscal porque hay que recaudar. O sea, que el fin (recaudar) justifica cualquier medio, por ejemplo, la máxima deferencia con los defraudadores. Con un Gobierno que no tiene otra política que dejarse arrastrar, vivimos en el grado cero de la política y de la moral. Recaudar y recortar es lo único importante, este es el horizonte ideológico al que está sometida la ciudadanía española. Y no pregunten la finalidad de todo ello, porque será considerado una impertinencia. No hay que poner al gobernante en evidencia.

Personas que han visitado recientemente al presidente Rajoy han salido con la convicción de que el hombre no sabe realmente lo que le está pasando, que se había creído que su llegada bastaría para que volviera la calma a los mercados y la tranquilidad a la economía española, y que vive en el desasosiego de unos acontecimientos que le desbordan por completo. La realidad es que el Presidente sigue a estertores las exigencias que le llegan de fuera, rehúye la complicidad de la oposición y de la propia sociedad, y se escuda en que no tiene libertad para decidir. ¿Cómo hay que entenderlo? ¿Asume el plan que se le impone desde fuera como parte de una estrategia destinada a hacer un nuevo traje legal a la medida del poder financiero y a la sustitución de la política democrática por el autoritarismo tecnocrático porque es su proyecto, o simplemente es un líder tambaleante que no se siente con fuerzas para movilizar a la ciudadanía en la vía de la recuperación?

El dato cierto es que el desánimo crece cada día, que aumenta sin cesar el número de ciudadanos que viven en estado de angustia, que el descrédito de la política crece (ya circulan las consignas fascistoides que culpan a los políticos de todos los males), que los verdaderos culpables de la crisis siguen de rositas, que la democracia languidece y que se consolida la sensación de que no hay nadie al mando.

En esta debacle, el Gobierno no está solo. Tampoco la oposición está a la altura de las circunstancias. En los tiempos de bonanza participó de la quimera del oro —“qué gusto da gobernar sobrándote el dinero” (Zapatero, verano 2007)— y no vio o no quiso ver el desastre que se avecinaba. Cuando se dio de bruces con la realidad, se lo llevó la corriente de la irritación ciudadana por la impotencia ante los mercados y por la sensación de engaño por una brusca e inexplicada claudicación. Todo lo simbólico se desvaneció en el aire. “Sin alternativa, la diferencia entre el bien y el mal se aplana progresivamente”, escribe el sociólogo alemán Wolf Lepenies. Esto tiene nombre: cultura de la indiferencia, en la que “el valor de cambio triunfa incluso en las decisiones morales” (Claudio Magris). Y el dinero es la coartada para aplazar los verdaderos debates políticos y para quitarle la palabra a la ciudadanía. Todo pendiente para un hipotético después de la crisis. ¿Cuando ésta pase quedará todavía democracia o habrá triunfado para siempre el oro y la insolencia? En tiempos       de hegemonía del poder financiero, la ideología y el dinero se funden en una sola cosa: es este el depositario de la capacidad normativa. Sin alternativa, a la política sólo le queda el triste papel de sirvienta.

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