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Las tres flores musulmanas

Una primavera sin flores, es la primavera árabe. La rebelión de los misóginos. Los hombres luchando y las mujeres deambulando a segundo plano, en las puertas de los hospitales, en las afueras de las prisiones o enclaustradas en la cocina.

Se habla tanto del feminismo árabe, de ese movimiento laico, circunscrito a profesionales, mujeres occidentalizadas, ONG y activistas individuales. Esas locas que combinan los jeans, la minifalda con el velo en su crítica al sometimiento fundamentalista. Ellas fueron ignominiosamente excluidas de cualquier contrato social en la plaza de Tahrir, donde se instauró la violación tumultuaria para delimitar las reglas del juego. No menos hizo “La revolución de los jazmines” al quitarles el derecho a usar preservativos, la igualdad en el matrimonio o el divorcio. En Libia, pese a la pose de semental de Gadafi, las mujeres eran más libres que ahora con las milicias; o en la Siria de Al Assad, que tiene a Najah al Attar como vicepresidenta, siendo la primera mujer en el mundo árabe en detentar ese puesto,  mientras los machos fundamentalistas tierra adentro comen carne humana.

En esa primavera retrógrada surgió Malala, la flor de bondad. Esa chica pastun que me hace recuerdo a Kathrine Switzer, la primera mujer en correr la marathon de Boston, prueba destinada exclusivamente a deportistas varones. Uno de los comisarios de la carrera, furioso al detectarla, quiso impedir su participación tratando de arrebatarle con violencia su número. Esa barbarie fue noticia de primera plana. Igual que el miliciano talibán que subió al autobús escolar para disparar en la cabeza de Malala por haber participado en un documental lo difícil e imposible que es la educación para las mujeres en el campo. Malala se volvió en la proyección de los deseos occidentales para Medio Oriente. Ella no reniega del velo o de la carga opresiva que significa aquello, sino que quiere el margen de acción similar al que persiguen las mujeres saudíes para obtener el carnet de conducir. Malala y la minoría de mujeres acaudaladas que se educan en escuelas occidentales, como Benazir Bhutto quien estudió en una escuela católica. A diferencia de Malala, las demás chicas musulmanas nunca tendrán la posibilidad de acceder a una computadora para escribir un blog para la BBC.

La orquídea salvaje es Samantha Lewthwaite, la viuda Blanca. Uno de los mitos más tétricos de internet. El alma en pena que viaja libremente por el mundo cargando dos hijos preparando y comandando ataques terroristas. Detectada por cámaras, señalada por relatos de testigos y fotografías de turistas. Interpol y todos los servicios secretos lanzados a su caza. Recuerda el épico escape de Osama Bin Laden a lomo de burro por Tora Bora, mientras era perseguido por agentes de la CIA, los supersoldados SEAL, el ejército paquistaní y las tropas de la OTAN. Él iba con sus seguidores descalzos, muertos de hambre y frío, esquivando drones y satélites espías. La diferencia entre Samantha y Malala es que la primera es convertida al islam. Los convertidos son los más radicales. Ella rompe el libreto de la mujer a segundo plano y salta a la palestra de la juventud (Al Shabaah). Es una mujer emancipada en el machista reino de la sharia y de los señores de la guerra.

La flor más reciente es unisex: el beso marroquí en Facebook. No hay nada más subversivo que el amor cuando es sincero. No se necesita una pose para ser rebelde ni tirar piedras o disparar balas para sacudir a la sociedad hasta sus cimientos. Ambos jóvenes de 14 y 15 años no fueron candidatos para el nobel de La Paz, pero que con justicia se lo hubieran merecido. En el Marruecos moderno, donde los hombres caminan por las playas con túnicas transparentes, haciendo empanaditas y besándose como símbolo de amistad, se considera que colgar una foto de dos jóvenes enamorados es una obscenidad y merece la cárcel.