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Arrepentíos, pecadores

Decía el cubano Guillermo Cabrera Infante que el cine es un afrodisíaco; que viejo muere pero renace cada noche, como el acto sexual. Subía jadeante el otro día desde San Jorge al Teatro Municipal (tardo 40 minutos a buen paso) cuando tras doblar la esquina de la Vicepresidencia mi corazón mandó a parar y aproveché para observar: 20 personas entraban de manera clandestina a El Sótano, un pequeño habitáculo perteneciente al Centro Sinfónico de La Paz donde los fines de semana hay teatro boliviano en escena. Pegadito estaba-está el cine Scala, ahora convertido en una iglesia, una de ésas que cuentan los días.

Esa es la fotografía fija de nuestro jodido tiempo: los aficionados al teatro somos maleantes, entrando a la cueva de Alí Babá; somos los primeros cristianos, escondidos en pasadizos, mientras los jefes evangélicos de hoy en día exhiben sus vagonetas en las puertas de todos los cines que han comprado en la ciudad con fieles sentados cómodamente en salas amplias donde alguna vez se proyectaron películas afrodisíacas.

Debe tener razón Cabrera Infante, el cine renace cada noche como el sexo; por eso los cines —ahora iglesias obsesionadas con el placer— abren sus puertas todo el día y cierran con miedo en las noches y madrugadas. ¿Cine o sardina? le preguntaban al cubano de niño sus padres. Ahora no hay elección: no hay cines, todo es pecado.

En la Feria del Libro me encuentro con el arquitecto Carlos Villagómez. Tomando un api caliente, está esperando a su chica. Muevan la palabra caliente, después de la coma o al final de la frase y todo cambiará. Me siento a charlar y disparo (un periodista nunca descansa): vos, cinéfilo y pervertido (perdón por los sinónimos), ¿qué recuerdos de los viejos cines de La Paz tienes? Y comienza: cuando se estrenó Yo soy aquel de Rafael en el cine Scala a finales de los años sesenta, se tuvo que cerrar la calle. En el cine Tesla, cerquita, se estrenó en la sesión de las dos de la madrugada un hito del cine erótico de los 70, Emmanuelle (justo hace un año falleció la mítica holandesa Sylvia Kristel, RIP). Y el cine Princesa de la calle Comercio estrenaba espeluznantes obras como El imperio de los sentidos del japonés Nagisa Oshima. En matiné y tanda, las adolescentes de los colegios de monjas de los alrededores del Princesa —con uniforme incluido— se escapaban en los 80 para descubrir de repente en plena oscuridad que el fin de la inocencia había llegado abruptamente.

A esos cines hace más de medio siglo acudía con sombreros y camuflajes lo más granado de la sociedad paceña; se conocían todos y sólo intercambiaban miradas para adivinar ojos vidriosos y manos húmedas. Eran “películas para adultos”, y con la plata que se recaudó por aquel entonces el sindicato de trabajadores cinematográficos construyó viviendas en el llamado Barrio Cinematográfico.

Ahora tenemos dos multisalas en La Paz y van a abrir una tercera para seguir proyectando la misma película, una y otra vez. Uno cree que llegó a este mundo demasiado tarde; que la hubiese pasado mejor yendo por las decenas y decenas de cines de nuestras ciudades, por el Ebro, el Universo, el Monumental Roby, el Tesla, el Princesa, el Bolívar, el Avenida, el Scala, el Miraflores, el París, el Plaza, el Murillo, el Busch… Cada ciudad atesora estas historias o parecidas. Esta narración no tiene un “happy end” inventado por el cine para disfrutarlo a oscuras; este relato termina por el principio con ese final terrible que todos padecemos: no podremos nunca jamás regresar a los cines de nuestra infancia y adolescencia. Arrepentíos, pecadores, devuélvannos nuestros sagrados cines afrodisíacos. Se lo advertimos por última vez.