Cuando lo vi entrar, inmediatamente comprendí que podía estar en un problema de magnitud, así que hundí mi cabeza como queriendo perforar los papeles y el mismo escritorio para poder hacerme invisible. Era nada menos el coronel Roberto Quintanilla, que el día anterior estuvo tramitando personalmente su comprobante de egreso correspondiente a sus pasajes, viáticos y gastos de instalación que el gobierno le pagaba para cumplir con su deseo de salir de Bolivia y asumir nuevas funciones como Cónsul en Hamburgo (Alemania).

Por el rabillo del ojo pude observar que tenía el rostro desencajado, estaba más rojo que un camarón, golpeando con bronca el viejo mostrador de mi oficina con el periódico. Su mano derecha no descansaba de hacerlo, aunque de rato en rato la levantaba amenazando a un enemigo no identificado. Uno de mis jefes apellidado Aguirre se acercó diligentemente sin poder disimular su temor ante el elegante hombre que había sido sindicado en varias oportunidades como agente de la CIA, y que soportaba decenas de acusaciones de compañeros que tuvieron la desgracia de sufrir sus interrogatorios.

El caso es que el día anterior cuando el comprobante de egreso y sus 12 copias llegaron a mis manos, inmediatamente me di cuenta que se estaba produciendo la huida de uno de los represores más temibles, una huida amparada por el gobierno, que se esforzaba por presentar un rostro izquierdista. En un descuido del accidental tramitador, sustraje una copia de ese legajo y lo deposité en el cajón central de mi escritorio, mientras  recordaba que  mi  amigo Chingo Baldivia trabajaba en el periódico El Diario, y era necesario hacerle llegar esta “pepa” periodística.

Apenas llegó la hora de salida, me dirigí presuroso a las oficinas de la calle Loayza, donde encontré a Baldivia, me escuchó entre la sorpresa y la incredulidad. ¿Cómo sé que es verdad? Me preguntó. Entonces dudé en mostrarle mi copia,  pero no me quedó otra alternativa. Sus ojos devoraron el documento y luego se lo metió al bolsillo, le manifesté lo peligroso de mi posición, me dijo todo estaba amparado bajo el principio de la reserva de la fuente informativa. Al día siguiente, una muy pequeña nota casi perdida en una de las páginas interiores denunciaba el trámite del coronel Quintanilla ante las oficinas del Ministerio de Hacienda, Tesoro General de la República y Contraloría General, en su afán de salir de este país.

Meses después los periódicos del mundo anunciaban la muerte del agente de la CIA a manos de una mujer rubia en sus propias oficinas del consulado boliviano en Hamburgo. Con el pasar del tiempo, en 1980, en ocasión de nuestra salida al exilio a México, Baldivia y yo recordábamos este episodio, que llevó justicia a decenas de compañeros torturados durante la dictadura militar. Él también me relató cómo esa mañana, muy temprano, el coronel Quintanilla estuvo por las oficinas de El Diario y fue su jefe de redacción quien se negó a darle el nombre del reportero que escribió la noticia. Vaya este recuerdo como un pequeño homenaje a mi amigo Chingo Baldivia, quien en esos aciagos años no temía ponerse en situaciones de riesgo ante los represores de la dictadura.