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Elogio al carajo

Qué hubiera pasado si en Macondo, donde sus habitantes habían perdido la memoria, Aureliano Buendía en su afán de luchar contra el olvido reconstituía a esta sociedad por la vía del lenguaje y hubiera marcado con un hisopo entintado un cartel que dijera “Bienvenido al Carajo” justo en aquella entrada del sendero de la ciénaga —según la descripción literaria de Gabriel García Márquez en Cien años de soledad— donde había dos anuncios, uno que decía Macondo, y otro más grande, que afirmaba “Dios existe”.

Posiblemente la palabrita Carajo, al igual que la palabra Dios, hubiera adquirido un sentido (casi) religioso y sagrado. Pero, para suerte de esta palabrita no fue así y no perteneció a ningún canon lingüístico que sirviera para construir un orden simbólico regulador y legitimador de la “moral y las buenas costumbres”; y, por el contrario, adquirió un otro sentido (más) subversor, insurgente y, por lo tanto, más humano. ¿Se pueden imaginar al propio Prometeo arengando la frase “Vete al carajo” en el mismísimo rostro de Zeus cuando le arrebataba el fuego?

Esta palabrita sirve para lidiar con los moralismos baratos y la hipocresía superflua; pero también es un antídoto efectivo para protegerse de los abusos del poder. Hace un par de meses comprendí cómo la irreverencia del carajo se convertía en un acto insurgente y de dignidad. Resulta que una amiga, representante en una de las instancias del gobierno universitario, cansada de una actitud totalitaria de una autoridad y en una forma de redimir su propia decencia como persona, como si fuera parte de la reencarnación de nuestro imaginario Prometeo, mandó al mismísimo carajo a esa autoridad abusiva. Como era previsible, aquellos sectores portadores de una doble moral casi judeocristiana condenaron y estigmatizaron a mi amiga, así como a su digno carajo, y la mandaron al (mismísimo) infierno. También me imagino en todas esas mujeres que son maltratadas, en la mayoría de los casos recurrentemente, por aquellos machos/cobardes;  quienes, arrodilladas en el piso luego de sufrir tantas humillaciones/vejaciones, como si fuera un último acto para remediar su propia vergüenza, y en un gesto de impotencia convertido, esta vez, en dignidad, mandan al carajo a sus verdugos.

Por eso, esta palabrita es insurgente y, sobre todo, digna. Recuérdense que nuestra dignidad e incluso nuestra “bolivianidad” descansan en esa frase célebre de dimensiones míticas de Don Eduardo Abaroa, quien frente al invasor chileno, como si fuera el último lamento de Sísifo, exclamó: “Rendirme yo, que se rinda su abuela, carajo”. O esa otra frase del extinto presidente de Venezuela  Hugo Chávez, quien ante la arremetida del imperialismo norteamericano, sin pelos en la lengua les dijo: “Gringos, váyanse al carajo”.

Como dice el entrañable y querido Roberto Fontanarrosa: “Hay una palabra maravillosa, que en otros países está exenta de culpa, que es la palabra ‘carajo’. Tengo entendido que el carajo es el lugar donde se ponía el vigía en lo alto de los mástiles de los barcos. Mandar a una persona al carajo era estrictamente eso. Acá apareció como mala palabra. Al punto de que se ha llegado al eufemismo de decir ‘caracho’, que es de una debilidad y de una hipocresía…”.

Michel Foucault diría que el contexto define el sentido de las palabras. Para acabar con este elogio al carajo, quiero robarle una frase al querido Joaquín Sabina, quien en su concierto en Buenos Aires les dijo a sus fans: ¡No se me mueran nunca, carajo!