Ahí está, con sus tesoros, tumbadita en el futón: mordisqueando la funda de plástico de un antifaz de viaje y pegada a mis calcetines usados. Matilda no me quita (el rabillo del) ojo. Hoy cumple un año, y ha pasado conmigo 10 meses. ¿Cómo es posible que un bichín (así le llama mi sobrina) de ocho kilos haya cambiado estrepitosamente mi vida? Aquí van seis ejemplos y un estudio científico que me tranquiliza: no estoy tan loca.

1. Practico ejercicio, sí o sí. He pasado de ser una perfecta deportista inconstante a convertirme, en el parque, en una presencia insistente. Para trotar al aire libre y buscar desesperadamente a Matilda cuando le da por explorar el terreno mientras yo sudo con los fondos. No hay excusa que valga. Ya puedes haberte bebido una noche el agua de los floreros que, al llegar a casa, en vez de alguien con el rodillo en ristre, te esperan ellos con la correa entre las fauces. Resulta que sí, que los que tenemos perro hacemos más ejercicio, aunque sea caminar, del orden de media hora más a la semana que quienes no lo tienen.

2. Vivo en un estado de asombro permanente. Ante la cantidad de sonidos diferentes que emite Matilda para que le haga caso, las posturas acrobáticas que adopta para dormir, la coreografía de sus juegos con prácticamente todos los perros que encuentra por la calle, su tozudez y su infinita capacidad de huir cuando no le sale de las pezuñas volver a casa.

3. Recibo amor a paladas. Pedí a mis colegas perrunos que me dijesen como les ha cambiado la vida su perro. Y se han puesto sentimentales: «El perro es tu amigo, tu compañero, tu defensor. Tu eres su vida, su todo. Son como uno más de la familia, te demuestran su alegría y comparten tus tristezas, te dan amor incondicional, son fieles, leales, grandes compañeros, siempre están ahí. Dicen que a los perros sólo les falta hablar, yo creo que no, hablan con sus ojos, con sus movimientos» (África, compañera de muchos años de Bruja, una teckel con mucho carácter) «Me asombra la fidelidad, la lealtad y la incondicionalidad. Siempre está, con independencia de tu estado de ánimo. Siempre se alegra al verte y desea estar contigo. Busca permanentemente tu aprobación, cariño y respeto» (José, padre de Agua, una bulldog francesa que ostenta el título mundial de lamidos por minuto). Yo suscribo todo lo anterior.

4. Odio a los cacadueños. No sé quiénes son, porque nunca les he pillado. Pero sé lo que hacen. Minar el barrio con las deposiciones de sus perros, todo por no agacharse a recogerlas (no es para tanto, en invierno hasta te calientan la mano). Con ellos, perdemos todos: los que tenemos perro y recogemos, porque pagamos justos por pecadores. El rechazo que debería ser exclusivo hacia los incívicos lo recibimos todos. Y es una cochinada. ¿Acaso dejarías a tu hijo cagar en la calle?

5. He dejado de fumar… y más. Dar largos paseos con Matilda era incompatible con la energía que me quitaba el tabaco. Además de las ventajas de abandonar el hábito, convivir con ella parece que es bueno para la tensión arterial, el estrés, y el colesterol. La Asociación Americana del Corazón, en una revisión de trabajos previos, ha afirmado que tener un perro «puede reducir el riesgo de sufrir enfermedad cardiovascular»

6. Tengo mejor carácter. Hace poco entrevisté a Brian Hare, un antropólogo evolucionista estudioso del comportamiento de los perros y autor de The genius of dogs; y sobre los efectos perrunos en nuestra cabeza, decía: “Nuestra relación con los perros se ha hecho tan cercana que ha cambiado nuestra psicología. Interactuar con un perro puede elevar los niveles de oxitocina, beta endorfinas y dopamina, asociadas con el placer y los sentimientos amorosos”. Yo sólo sé que, al igual que vivo el paso de los días y de las estaciones con más intensidad (paseos obligan), me veo más disfrutona. Y a ti, ¿cómo te ha cambiado la vida tu perro o tu gato?