Icono del sitio La Razón

Tiempo de almas

Noviembre llega siempre con lluvias, con panes, bizcochos, flores, ñatitas y almas. En mi infancia en los valles cochalas, noviembre era época de amasar el pan y hacer las t’antawawas; de cocinar los platos más apetecidos por aquellos que nos visitan; de comprar flores y frutas; de encender velas; de recibir a los rezadores, a los amigos, a los parientes y, por supuesto, también a las almas que regresan para echarse de menos de los que aún seguimos por estos lares.

En La Paz conocí una extensión de esta hermosa tradición: conocí a las ñatitas.  Almas sin familia, almas que por los vericuetos de la muerte han perdido a los suyos, se han quedado solas y hoy son alegremente adoptadas por nuevas familias que les dan esa conexión con la comunidad, el hogar y la vida que todos —en especial los muertos— necesitan.

Nada de esto es triste, lúgubre ni pavoroso. Todo lo contrario, las fiestas de noviembre celebran la vida, celebran la lluvia, celebran el familiar contacto que hay, que puede haber, entre este mundo y los otros. No tienen nada que ver con brujas, zombies ni adefesios. Los disfraces corresponden al Carnaval: cuando el mundo se da vuelta y se puede ser otro a través del juego y de la máscara. Noviembre no es tiempo de sustos ni de disfraces, es tiempo de cruzar puentes.

Cuando las almas llegan, al mediodía del 1 de noviembre, un viento sopla inesperado en los cristales. Un perro ladra largamente. Un insecto perdido revolotea cerca de los dulces y panes. La luz de una vela tiembla extrañamente. Uno puede respirar, casi, la presencia de aquellos que ya no están. Uno puede pensar en ellos y recordar sus sonrisas, sus gustos y sus historias, para contárselas a quienes no los han conocido, para que a nadie se le olvide que estuvieron entre nosotros en algún momento.

Noviembre no es tiempo de brujas: es tiempo de reencuentro. Es el mejor momento para enseñarles a nuestros hijos que la muerte, en realidad, no existe.