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Al verme, lloras

El minibús que está delante mío en esta trancadera infernal tiene un letrero revanchista en la parte trasera: “Al verme, lloras”. El ajayu de los paceños —nuestra manera de sentir y estar en el mundo— no está en la punta del Illimani, ni en la chola paceña, ni en la rica marraqueta y menos en las cebritas. No, el sentimiento identitario de los habitantes de Chuquiago Marka se desnuda en las leyendas de los minibuses, taxis y micros. Nuestra alma no permanece, viaja, todos los días, de ladera a ladera.

Dice el antropólogo búlgaro Todorov que toda identidad precisa ser narrada. Las frases traseras de los minibuses y los micros a menudo tienen horribles errores ortográficos pero… qué nos importa. Los paceños somos cursis y románticos (y muy proclives al diminutivo afectuoso y a ratos cargoso); si no me crees, párate en la Pérez Velasco y cuenta la cantidad de carros que llevan frases como: “Cielito mío”, “Tesorito de mi corazón” o ésta que me gusta harto: “Pricionero del amor, en la cárcel de tu corazón, condenado a amarte por siempre” (sic).

La mayoría de los letreros de los miles de minibuses y micros que corren por la ciudad está dedicada a la publicidad (esa plaga que todo lo ensucia), al equipo de nuestros amores o a los mensajes de predicador barato, pero con nuestro toque surrealista y “kitch” particular. En un minibús rojo marca Toyota que pasa por el Prado leo: “Hoy decidí seguir a Cristo” y “pon tu fe en Cristo Jesús”. Todo normal hasta ahí. Debajo de la segunda frase, está la imagen de dos dados marcando los números cuatro y uno. ¿Si hubiesen salido otros números, el maestrito se habría convertido al saludable ateísmo?, ¿sería budista o tocaría la flauta como Hare Krishna? Para desdramatizar la escena, justo aparece otro “mini” que cruza humor y religión: “Dios lo ve todo pero no es chismoso como tú”.

A los paceños nos encanta el chisme y somos vanidosos (“qué culpa tengo de ser mejor que vos”), vengativos, envidiosos y rencorosos; olvidamos pero no perdonamos. Somos malos, malotes y alharacos (“chofer en la calle, nunca es casado”). Pero nada que unas chelas compartidas no puedan remediar, hasta el “te quiero harto, hermanito” final. El letrero que más me gusta es éste: “Tu envidia es mi bendición”. Hay diferentes versiones, incluidas aquellas donde las “b” y las “v” bailan como borrachitas.

La poesía también viaja: ni el mejor Cerruto, ni el más iluminado Robertito Echazú, podría haber escrito esta frase que vi en el micro: “El Inmortal” frente al mercado Camacho: “El fracaso no es morir” (y un precioso dibujo de un puma negro amenazante). O este otro en un minibús gris que me entristeció una tarde de clásico cerca del Siles: “Sin compación, te marchas” (así con “c”).

Pareciera que la poesía nos brota, como si nada. Somos expertos —como los irlandeses— en perder guerras pero a borrachos y poetas nadie nos gana. Los paceños queremos profundamente a la patria (“amo mi país con collas, cambas, locos, chapacos, pajpakus, llunkus y pocholos”) y nos gusta lo original, aunque compramos casi todo trucho porque es más barato. Juro haber visto en un minibús blanco esta frase que me mató de risa (el humor es otro de nuestros fuertes): “Ni transformer, ni automático, original carajo”. O esta otra: “Si me tocas la cola, te rompo la trompa”.

Y por supuesto, nuestra vena reivindicativa está a flor de piel, por eso somos tumba de tiranos: las efigies del Che Guevara son habituales y los minibuses son usados como “dazibaos” rodantes con convocatorias a elecciones del sindicato o arengas contra el alcalde de turno. “Ser argentino es sentir que somos argentinos”, dijo Borges. ¿Qué es, me han preguntado muchas veces, ser paceño? Es sentir que somos paceños, como lo vocean en los minibuses.