¿Redattore immacolato?
El redactor está obligado a dominar las herramientas del lenguaje para crear un texto periodístico.
La lista CIE-10 es la “Clasificación estadística internacional de enfermedades y otros problemas de salud”. Busca ordenar y asignar códigos a las afecciones y sus síntomas. Pero me llama la atención no encontrar en el documento el sinfín de males que aquejan a los responsables de escribir las noticias en los periódicos que usted lee todos los días.
El redactor, así como el obrero que emplea instrumentos para producir objetos, no tiene otra que dominar y utilizar las herramientas del lenguaje para crear un texto. Pero, conscientes o no de esta premisa, algunos redactores y editores “letrados”, y que absurdamente tienen siempre la razón, padecen de una ilusión óptica: suponen erróneamente que, como hablan el castellano, no necesitan de ningún instrumento cuando plasman sus ideas mediante la escritura.
Este mal, que al parecer es contagioso, se manifiesta en ellos con diferentes sintomatologías. Hay algunos con cuadros de terminologitis crónica, que es la misteriosa desaparición de palabras al momento de escribir porque desconocen el significado, la ortografía o son propios de la lengua oral; la cura es recordar que escribir es una cuestión de palabras.
El segundo es el de las preciosas ridículas o cultas latiniparlas, que es el delirio de pensar que si el lector no entiende mi rebuscado uso de términos y cifras, es que soy demasiado inteligente. El remedio: la naturalidad.
Otros frecuentes son el gastaditis y terminus precisus. Al primero, que es la utilización de frases y palabras desgastadas por su uso continuo, se lo combate con la innovación constante; el segundo se repara con utilizar términos precisos no porque suenen bien o estén de moda, sino por su significado.
Y el último, tal vez el más difícil de tratar, es el importitis crónico, que es cuando el redactor y/o editor escribe y edita como le place, a la hora que él quiere y bajo los términos de “su” Academia de la Lengua, en la que hay reglas, pero a su estilo. Frente a este mal —soy sincero— no auguro una pronta cura.
Pero todos nos evitaríamos problemas si entendiéramos que la lengua hablada se diferencia de la escrita, cortesía del Círculo de Praga. El gesto, la entonación y el sobreentendido, presentes en la lengua oral, no están en la lengua escrita; por lo que el redactor, además de conocerlos, debe esforzarse por sustituirlos.
Para subsanar este asunto, según Roman Jakobson, la selección y combinación son una alternativa. Primero, seleccionar un vocabulario del caudal de palabras y, segundo, ordenar los elementos de la oración. Pero mientras algunos hacen oídos sordos a esta propuesta, yo prefiero —al igual que Disraeli— no pasar “a la posteridad hablando (y escribiendo) con incorrección gramatical”.