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Un mago de ochenta años

No fue durante las luchas estudiantiles contra la dictadura militar depuesta en las jornadas de abril de 1952, sino soportando el frío londinense, estudiando literatura inglesa y trabajando como secretarios del embajador Víctor Paz Estenssoro que nuestra amistad se consolidó para siempre. Era época de ímpetu juvenil, en que Mago trataba de convencerme que un buen libro era tan satisfactorio como un suculento fornicio, actividad que entonces ocupaba la mayor parte de mi tiempo. Seguí su consejo, pero alternando ambas tareas que, al correr de los días, se tornaron en hábitos cotidianos que, con las limitaciones del caso (y del ocaso), aún me esfuerzo por cumplir con entusiasmo y puntual dedicación.

Mago pertenece a aquella generación que batallaba por los principios y no por una ubicación presupuestaria, como acontece ahora. Entre todos, se distinguía por su temprano apego a la excelencia cultural, por la facilidad de su pluma, sea en las columnas periodísticas o en innumerables discursos redactados para jerarcas políticos que luego los leían como propios. Mientras en 1955 unos arrebatamos violentamente el patronato universitario de manos rosco-masónicas, Mago alimentó teóricamente esa hazaña con su primer libro: Revolución y Universidad en Bolivia, cuando aún no había llegado a los 22 años y ya era secretario privado del presidente.

Mencionar en su hoja de vida los cargos que ejerció en el servicio republicano no aumenta su haber, hoy día en que la función pública está tan tristemente devaluada. Tampoco citar las tres ocasiones en las que dirigió el Ministerio de Educación ni los premios acumulados merecidamente, y no como los que ostentan algunos horteras que tramitan laboriosamente sus preseas para, una vez obtenidas, alegrarse sinceramente. Pero sí vale la pena recordar la autoría de 60 libros que sustentan el  avance de la cultura nacional donde, en algunos, se destaca su empeño en relievar el legado de distinguidos escritores como Céspedes, Montenegro, Tamayo o Medinacelli, cual buscador de oro en los ríos de tinta con que esos precursores inundaron el pensar autóctono. En la teoría y en la acción del Mago, el hilo conductor es su iluminado nacionalismo que se resume en el título de una de sus obras: Atrevámonos a ser bolivianos. Aparte de su pasión educadora y difusora de cultura, el Mago exuda una singular calidad humana que se me hace difícil emular: su tolerancia para tratar al aspirante a literati, con pedagógica generosidad, regalando por aquí y por allá el acopio de su talento proteiforme.

El Mago no tiene reposo y en los últimos años, además de su hora semanal televisiva sobre la identidad y magia de Bolivia, se ha dedicado a sembrar de museos el territorio patrio, tanto en las capitales andinas como en los llanos orientales, escarbando fondos por doquier y en muchas ocasiones rascando sus magros bolsillos, ante la indiferencia de los acaudalados.

Mariano Baptista Gumucio es un apóstol de la identidad nacional, cuyo aniversario natal, el 11 de diciembre, lo sorprende en infatigable creatividad para completar los proyectos que aún tiene en mente. Ante tan brillante ejecutoria, seguramente el Cóndor de los Andes estará aleteando cerca de sus sienes, para posarse en su pecho henchido del orgullo de ser un boliviano que cumplió con la patria en sus primeros 80 años de fructífera existencia.