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Un nuevo sueño americano

La cooperación entre Brasil y México transformaría el protagonismo global de América Latina

/ 17 de diciembre de 2013 / 04:19

En las calles de Sao Paulo puedes llamar a un taxi con sólo levantar la mano. El tipo respetará los semáforos y los pasos de cebra, tendrá GPS, varios celulares y algunos hasta una pequeña pantalla de DVD. Conducirá en silencio y al final del trayecto entregará un recibo por el importe que rellenará con exasperante minuciosidad. Cuando en Ciudad de México se agarra un taxi, si no se busca antes que nada un sitio (parada), es aconsejable fijarse en algunos detalles para minimizar riesgos: ¿lleva cédula con su foto pegada en la ventanilla? ¿Y publicidad? ¿Será posible que ese carro cochambroso llegue a mi destino?

Después el chofer, mientras serpentea por unas calles abarrotadas, tratando de esquivar los baches, maldecirá a los políticos rateros y las marchas de protesta, revelará a qué equipo de fútbol le va o meterá al pasajero en una conversación surrealista que puede acabar así: “A mí me gusta mucho leer. Ahora estoy leyendo esto”, dice, mientras muestra un viejísimo ejemplar de la editorial Porrúa de nada menos que La Historia de los heterodoxos españoles, de Menéndez Pelayo, con una señal por la mitad del libro. Y de repente, se vuelve y pregunta: “¿Sabe usted qué quiere decir la palabra heterodoxos?”.

Al llegar a un restaurante en México DF, un enjambre de meseros solícitos acomodarán mesas y sillas, impondrán con ceremonia la servilleta al cliente y darán satisfacción a sus caprichos, ya se trate de la hora o del permiso para fumar, diga lo que diga la ley que como se sabe es algo negociable. El proceso transcurrirá entre jaculatorias como “a la orden, señor”, “con gusto, señor”, “cómo no, señor” o maravillas como “ándele, no sea malito, señor”.

En la capital económica de Brasil, el garçon atenderá la orden impasible, la apuntará dejando claro que no está para equívocos o contradicciones y si es tarde advertirá de la hora de cierre de la cocina. Un cierre inflexible que no permitirá siquiera una segunda copa de vino. Y de fumar, mejor no hablar. Entre los coches aparcados, aunque se cene en la terraza.

Son anécdotas de dos capitales muy diferentes, situadas casi a unos 8.000 kilómetros de distancia, y que se desconocen entre sí como se ignoran Brasil y México. Pero en las dos ciudades más pobladas de América los atascos son los mismos, las marchas de protesta ocupan con parecida monotonía la avenida Paulista y la de Reforma y ambas sufren por igual la inseguridad ciudadana —la tasa de homicidios en Brasil es del 24,3 por cada 100.000  habitantes y la de México del 23,7—.

Brasil y México, las dos economías más grandes de América Latina, tienen una historia muy distinta (¿para cuándo un estudio comparando la lógica colonial portuguesa y española en los dos países?), y geografía, sociedades e intereses diferentes. Pero también elementos comunes como la demofobia de su élites (¿realmente no se parecen mauricinhos y mirreyes?), una tradición semejante de caciquismo, casi dinástico, en los Estados —coroneles y gobernadores—, parecida relación de amor y odio con Estados Unidos y los desafíos de una democracia joven.

Por seguir con esta especulación en voz alta: ¿Cómo sería el Brasil de hoy si el Estado corporativo de Getulio Vargas hubiera dado lugar a un partido nacional? México y Brasil se desconocen, compiten como adversarios por la presidencia de la OMC, por un sillón en la ONU, en la industria del automóvil y acuden por separado a cada reunión del G20. Pero si un día la cooperación y la alianza sustituyeran a la rivalidad y la ignorancia, su peso geopolítico y con ellos el de toda América Latina alteraría por completo el escenario global. No hace tanto también la amistad entre Francia y Alemania fue considerada una especulación.

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¡Pinche oficio chingón!

Matar a un periodista, sí, a un curioso, a un entrometido, es también matar a la sociedad civil.

/ 27 de septiembre de 2015 / 07:05

Con este mismo título (¡Pinche oficio chingón!) publiqué hace poco más de tres años un pequeño reportaje sobre el diario Notiver, un modesto y valiente periódico del puerto de Veracruz, cuyo jefe de redacción y su familia habían sido asesinados en junio del año anterior por el crimen organizado o cualquier otra mano negra coludida con el poder. Nunca se supo. En aquella época el cártel de Los Zetas estaba tomando el control del territorio del estado y el

Gobierno federal había mandado a la Marina para intentar restablecer la seguridad. Poco antes, en septiembre, el turístico municipio de Boca del Río, unido al puerto, había amanecido con sus calles sembradas con más de 30 cadáveres. La autoría de la matanza dio lugar a mil especulaciones pero nunca a la verdad.

Las autoridades locales estaban aterradas porque la violencia arruinase los ingresos turísticos y tratando de aparentar que no pasaba nada replicaban en cierta manera la política informativa del Gobierno federal de entonces: las víctimas estaban en connivencia con sus verdugos. La versión oficial del terrible, despiadado, irresponsable y popular comentario de que “ellos se lo habrán buscado”. Por eso la exclusiva que llevaba Notiver aquella mañana de enero, el hallazgo de una cabeza decapitada en la puerta de una discoteca de Boca del Río, era más que un suceso: era una noticia de riesgo.

Desde entonces 15 periodistas han sido asesinados en Veracruz, humildes reporteros y fotógrafos de nota roja, la mayoría profesionales mal pagados que investigaban casos de abusos y corrupción y que vieron o preguntaron lo que no debían. El Gobierno de Veracruz legisló para proteger la libertad de prensa, pero las muertes siguieron produciéndose y sobre todo sin aclararse. El crimen sin castigo y la muerte de informadores continuó, en Chihuahua, en Sinaloa, en Michoacán, en Guerrero… hasta convertir a México, un país democrático y en paz, en uno de los países más peligrosos del mundo para este oficio. Un centenar de informadores y fotógrafos han muerto violentamente desde 2000, más que en toda la guerra de Vietnam o en los conflictos de Oriente Próximo en lo que llevamos de siglo.

Matar a un periodista, sí, a un curioso, a un entrometido, un demagogo, un chismoso, un impertinente, un bohemio y un escritor, matar a todo eso, es también matar a la sociedad civil, que en el caso de México no puede seguir siendo la que pone las víctimas en el duelo o en la complicidad que mantienen los poderes fácticos y el crimen organizado. Este curso empezó el 26 de septiembre con la desaparición de los 43 alumnos de Ayotzinapa y siguió con la muerte de 42 civiles, presuntos sicarios, en el Rancho del Sol, la espectacular y vergonzosa fuga de Joaquín El Chapo Guzmán y el asesinato a principios de agosto en la capital, en donde se había refugiado huyendo de las amenazas que había recibido en Veracruz, del fotoperiodista Rubén Espinosa y de otras cuatro mujeres. Es hora de que los poderes públicos mexicanos además de hacer leyes tan largas como perfectas, las apliquen, los culpables paguen y las víctimas sean resarcidas.
 

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