Del Che a Mandela
La desaparición de Madiba es llorada por un mundo que reclama la integridad frente a la impostura
La de Mandela fue la crónica de una muerte anunciada hace casi un año. Suficiente tiempo para que la prensa mundial prepare sendos obituarios, iconografías, biografías y hasta separatas dedicadas merecidamente a Madiba. Sin embargo, provoca tedio leer en las columnas de opinión de aquí y de allá los mismos lugares comunes, elogiando el coraje del difunto y repitiendo ad nauseam los valores que ese excepcional varón dejó como legado a las generaciones presentes y venideras.
Cuando el argentino Jorge Bergoglio capturó el poder vaticano, igual algazara cubrió las primeras páginas de la prensa escrita y de los noticieros televisivos, porque tenía características diferentes a su predecesor. El encanto de su sencillez fue apreciado con igual gula por carismáticos y circuncisos. Es que vivimos una época en que la Humanidad entera busca paradigmas que no encuentra en sus dirigentes, aunque éstos sean elegidos por grande mayoría. Esta tendencia es especialmente seguida por los jóvenes que intuyen, angustiados, que les espera un negro porvenir tanto en las sociedades altamente industrializadas como en los países pobres del Sur. A los primeros los aflige el desempleo, la falta de vivienda y la comida cara; y a los segundos, decepcionados por su triste condición, sin techo, sin pan y sin trabajo, solo les queda la alternativa de la emigración hacia el Norte, donde ingenuamente esperan el sueño americano unos y el estado de bienestar europeo, los otros. En ese empeño arriesgan sus vidas por atravesar el Río Bravo ellos, o por ganar las costas mediterráneas, aquéllos.
En la década de los sesenta surgió la figura de Ernesto Che Guevara que se inmoló en el oriente boliviano, a sus 39 años, buscando infructuosamente la formación del “hombre nuevo”. En su aventura optó por la lucha armada y pereció espectacularmente, dejando un destello de esperanza, que fue recogido en todos los confines del planeta, incluso comercializando su efigie como sinónimo de rebeldía, de inconformismo o simplemente de señuelo para asustar a las abuelas. Escarapelas, camisolas y bonetes de toda forma y color, estampillados con su rostro desafiante, precedían los aullidos de combate en manifestaciones de protesta, en discotecas psicodélicas y hasta en lenocinios baratos.
El modelo de la lucha armada pasó raudamente y el terrorismo que tomó su lugar ya no es senda alucinante. Entonces, la búsqueda de héroes y paradigmas continuó hasta encontrar en Nelson Mandela un ejemplo inmaculado al servicio de la libertad y de la igualdad entre los hombres y mujeres de diversa apariencia étnica y distinta información cultural. Un Madiba que renunció al poder, cuando en África, en Medio Oriente y en América Latina los presidentes, con las uñas crecidas, se aferran —generalmente— al mando por largos años, sostenidos por argollas corruptas, dineros negros, fuerzas de represión temibles y aparatos de justicia venales. Esa falta de alternabilidad democrática es el origen de los conflictos que actualmente enfrenta la comunidad internacional: Egipto, Túnez, Libia, Siria, Afganistán, Malí, Centroafricana están cubiertos de sangre. Otros países con longevas dictaduras tienden a correr la misma suerte. Ante este panorama, la figura de Mandela crece cada vez más como aquella de Gandhi, donde la no violencia triunfó sobre la represión.
Por todo ello, la desaparición del Madiba es llorada universalmente, por un mundo que reclama la integridad frente a la impostura, la unidad en la diversidad, la armonía del capital con el trabajo, la igualdad de oportunidades para todos y la cultura de la paz, en vez de los estridentes tambores de guerra. En suma, el arcoíris mandeliano es hoy emblema de un nuevo amanecer.