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2013: democracia latinoamericana

La gran asignatura pendiente de buena parte del continente es la seguridad ciudadana

/ 30 de diciembre de 2013 / 05:34

Acaba 2013 y nunca tantas naciones latinoamericanas habían vivido tanto tiempo en democracia. Con la excepción de Cuba, toda Iberoamérica es hoy formalmente democrática. Y, sin embargo, esa democracia es en muchos casos de baja calidad. Once de 18 países concernidos superan largamente los niveles “epidémicos” de violencia, fijados en diez muertes por 100.000 habitantes al año.

Como el personaje de Mario Vargas Llosa que se preguntaba “¿Cuándo se jodió el Perú?” (Conversaciones en la Catedral) social-científicos pueden preguntarse por qué ahí y ahora. Si el interrogante se lo hubieran formulado las élites latinoamericanas de las primeras generaciones de la independencia, la respuesta habría sido lapidaria: España. Sin Reforma, con Inquisición, denigrada por los enciclopedistas, era el perfecto chivo expiatorio. Pero, de nuevo a fin de 2013, España es desde hace décadas uno de los países del mundo con menor índice de criminalidad sangrienta. Adiós coartada.

Y pese a una relativa bonanza económica —4,2% de crecimiento medio del PIB en 2012— en lo que va de siglo ha habido cerca de 1.200.000 muertes violentas en toda América Latina. Los sospechosos habituales son bien conocidos: el narcotráfico, con ese maligno azar de la geografía que abre pasillos territoriales entre Sudamérica, que produce el 90% de la cocaína del mundo, y su mayor consumidor: Estados Unidos; la Policía, tan bien dispuesta a dejarse comprar; no tanto la pobreza, que por sí sola engendra más impotencia que revanchismo delictivo; pero sí la desigualdad, especialmente porque los medios audiovisuales muestran en sesión continua las extravagantes riquezas de unos pocos a un público que frecuentemente vive a nivel de subsistencia.

Pero hay otra causa. Un crecimiento mal digerido que erosiona el tejido social. Es el caso de Venezuela, y en menor medida Brasil. En la última década, según cifras de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), se han incorporado a las clases medias docenas de millones de ciudadanos, con lo que ya suman el 40% de la población. Los números son solo relativamente fiables porque es clase media quien así se declara, y como dice un economista brasileño, para redondear magnitudes basta con convencer a los pobres de que ya no lo son.

El Gobierno chavista en Venezuela ha logrado reducir drásticamente el número de pobres de solemnidad y, sin embargo, la violencia civil se ha disparado. Pero es que lo que ha crecido es el consumo subsidiado, no la producción, ni la productividad; y como decía Tocqueville, se han creado unas expectativas de progreso difícilmente realizables, lo que explica la proliferación del llamado delito aspiracional, robo de móviles de última generación, ropa casual, y otros mediocres signos de estatus. Todo ello unido a la activa inoperancia de la Policía y la abundancia de armas de fuego forma un cóctel, literalmente, explosivo.
Esa es la gran asignatura pendiente de buena parte de América Latina, porque sin unos mínimos garantizados de seguridad ciudadana, la democracia se limita a votar cuando toca y poca cosa más.

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Las revoluciones andinas

/ 20 de septiembre de 2015 / 04:00

Dos éxitos no solo electorales sino de acelerado progreso económico en la región andina comienzan a encontrar alguna dificultad por la caída del precio de los hidrocarburos. Bolivia y Ecuador, que se consideran parte de un experimento revolucionario, aunque el intento de recuperación del tiempo precolombino del presidente Morales es el de mayor calado, se asemejan tanto como se diferencian.

Tanto el presidente ecuatoriano Correa como el líder boliviano asumen el adjetivo bolivariano, puesto en circulación por el difunto líder venezolano Hugo Chávez, pero ambos lo hacen desde posiciones muy diferentes. Evo Morales solo piensa en la reindigenización de Bolivia y siente una profunda animadversión por Occidente en general, y gringos —como dice— y españoles en particular; mientras que Rafael Correa quisiera que Ecuador se convirtiera en Suiza. A ambos, sin embargo, les está creando problemas el componente indígena de sus países. El 13 de agosto arribó a Quito una marcha de protesta auspiciada por la CONAIE, la confederación de pobladores originarios que se ilustró con su contribución al derrocamiento de presidentes como Abdalá Bucaram (1997), Jamil Mahuad (2000) y el militar Lucio Gutiérrez (2005); con notable aspaviento Correa aseguró que la oligarquía, ese santo y seña de la antigua izquierda, preparaba un golpe de Estado. Y Morales tuvo que hacer frente al cuasi levantamiento de Potosí, la gran ciudad minera que asegura que entrega mucho más al poder central de lo que recibe. ¿Habrá dicho algún líder potosino “Bolivia nos roba”?

Los países andinos tienen los indígenas que deciden tener, porque son los ciudadanos los que se declaran de una u otra etnia. Así, el cómputo oficial de indígenas ecuatorianos no llega al 10%, lo que cualquier paseo por Quito pone radicalmente en entredicho; mientras que las cifras en Bolivia, aunque bailan de censo en censo, sobrepasan el 50%. Pero lo grave es que son sus propios indígenas quienes le han apoyado históricamente, los que se oponen a Morales; en tanto que Correa nunca fue tan querido por una parte del país, indio o mestizado, porque difícilmente le ha visto como uno de los suyos.

Ambos líderes, finalmente, tienen unas ganas mal disimuladas de presentarse a la reelección, bien que para ello haya que toquetear la Constitución. En el caso de Morales, para hacer de Bolivia un país auténticamente plurinacional, pero como ha dicho el propio Presidente, “en el que manden los indios”. Y en el de Correa, para poner a Ecuador en vías de entrar económicamente en el Primer Mundo. En la marcha boliviana hacia ese futuro alejado de Occidente, el domingo 2 de agosto se entregaron en La Paz 2.520 certificados de conocimiento del aymara, una de las 34 lenguas originarias oficialmente reconocidas, requisito indispensable para seguir en nómina de los 350.000 empleados públicos del país. El hecho de que el curso fuera de 25 horas quizá explica, como dijo el expresidente Carlos Mesa, que la desoccidentalización de Bolivia puede llevar un tiempo.

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El ‘Kirchnerato’ se desmorona

/ 22 de febrero de 2015 / 04:00

El “Kirchnerato” no acaba, se desmorona. El largo mandato de los esposos Kirchner comenzó el 25 de mayo de 2003 cuando Néstor, fundador de la fórmula, asumía la presidencia de Argentina, y terminará, o hará una pausa, cuando su viuda, Cristina Fernández, se ausente de la Casa Rosada. Hasta hace poco parecía verosímil la estrategia de la señora Presidenta de amueblar el fin del reinado para que su sucesor fuera peronista, aunque no necesariamente de su preferencia, y así mantener las posibilidades de un segundo episodio dinástico como sería su regreso en 2019. La Constitución argentina no permite tres presidencias consecutivas.

Y la catástrofe se llama Alberto Nisman, fiscal, cuyo cadáver fue hallado en su casa con un tiro en la cabeza el domingo 18 de enero, víspera de su comparecencia ante el Congreso para fundamentar su denuncia contra Fernández por encubrimiento del atentado que sufrió la asociación israelita AMIA en 1994, donde hubo 85 muertos. Nisman llevaba dos años y 290 folios de investigación, y había concluido que existió un acuerdo de “impunidad” con Irán, a cuyos agentes se acusaba de la masacre, que garantizaba a Buenos Aires el suministro de crudo y, encima, le colocaba a Teherán sus cereales.

La Mandataria se encuentra estos días visiblemente descompuesta. Primero se negó a creer que el fiscal se hubiera suicidado, y veía en el crimen una maniobra contra su persona, mientras el Gobierno se aferraba a la muerte autoinfligida como a un clavo, sin duda, ardiendo. Por la mente de la viuda podía pasar el recuerdo del calamitoso fin de mandato del radical Raúl Alfonsín en 1989, y de su sucesor Fernando de la Rúa, quien ni siquiera pudo acabar, en 2001. Y hasta en el propio peronismo hay recuerdos aciagos como el del general Perón depuesto por los militares en 1955; el de su viuda Isabelita, igualmente defenestrada en 1976; y el desairado mutis por el foro de Carlos Menem, peronismo neoliberal, en 2003, que dio paso, sin embargo, al triunfo de Néstor Kirchner, de nuevo peronismo social justicialista.

El pánico tiene fecha de caducidad, o peor, de deflagración: las primarias obligatorias para todos los partidos de agosto, y las elecciones del 25 de octubre, en las que se juegan la presidencia, legisladores y cargos provinciales, porque cuanto más dure la crisis, mayor debería ser el daño al oficialismo. Y parece que Cristina Fernández tendrá que hacer de tripas corazón apoyando a Daniel Scioli, gobernador de la provincia de Buenos Aires, a quien no quiere y quien no le quiere, pero que impediría que ganara Massa, peronismo escisionista, eventualidad quizá aún más grave que la victoria de la oposición. La suma de votos arrojará verosímilmente una mayoría para los peronismos, en confuso montón, y si añadiéramos los de quienes algún día lo fueron, la ventaja ya sería abrumadora, porque el aparente ADN nacional casi exige haber pasado por el movimiento que fundó Juan Domingo Perón.

Lo peor probablemente sería que nunca se supiera qué pasó en el apartamento de Alberto Nisman: ¿suicidio?; ¿asesinato perpetrado por agentes iraníes?; ¿cometido por quienes querían quitarle un problema a la última representante del Kirchnerato? Pero siempre la demolición de una presidencia.

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