Icono del sitio La Razón

Ámsterdam: la belleza de la libertad

Los turistas, la única plaga productiva en el planeta, destinan pocos días para contemplar, navegando, la línea arquitectural de las casas de ladrillo alineadas a lo largo de los canales; los estudiantes, o algunos jubilados nostálgicos, cuelan sus nasos a las vitrinas de los minúsculos burdeles unipersonales para mirar con gula algunas de las muñecas vivientes (7.500 legalmente registradas) que ofrecen sus bocas y sus piernas a quien pueda pagar 50 euros por el cariño de media hora; mientras otros jóvenes acuden presurosos a los coffeshops para dotarse de su ración de marihuana, hachís o de hongos alucinógenos; los artistas recorrerán los museos y galerías para observar extasiados las obras de Rembrandt, Van Gogh, Vermeer o Steen; y los bohemios visitarán los bares, que brotan en las estrechas callejuelas, pretendiendo participar en el alegre albedrío de los transeúntes.

Aquéllos y éstos respirarán el aire de la libertad no decretada ni regulada, pero vivida por los pobladores de la ciudad más liberal del mundo, que arropa a judíos, musulmanes, budistas, cristianos o agnósticos con equidad. Un Estado jurídico que garantiza el matrimonio gay y la adopción de niños por esas parejas. Donde el derecho de vivir y dejar vivir se prolonga a la eutanasia asistida, o sea, la facultad que tiene cada cual de programar su propia muerte. Una palabra mágica, el gedogen, hace que todo aquello que no está permitido sea tolerado.

No podía ser de otra manera en una comunidad donde hay más putas que policías. Muchachas de fornidos muslos y ancianos encorvados —por igual— montan miles de bicicletas (881.000) que corren raudamente por los senderos que les son reservados. Un excelente servicio de transporte público evita el exceso de automóviles y la consiguiente polución. En suma, se ha logrado preservar la atmósfera del Siglo de Oro holandés (XVII) con las exigencias de una modernidad inteligente que mantiene estable su población urbana estimada en 780.000 habitantes, que ostenta la convivencia armoniosa de 180 nacionalidades.

Pero ese equilibrio comunitario es resultado de nueve centurias de evolución, cuando en 1.300 se comenzó a construir el primer dique sobre el río Amstel, que originó la erección de esa mágica capital, en cuyo momento llegó a ser el mayor centro financiero mundial y cuna de la Compañía de las Indias Orientales (VOC), la primera empresa multinacional expoliadora de sus colonias cautivas en Asia. La acumulación capitalista del imperio posibilitó la edificación de incontables mansiones individuales de angosto frente y profunda longitud interior.

Ninguna pasaba de los cuatro pisos y todas seguían una perfecta simetría de elegancia y pragmatismo. Los canales trazados en semicírculos, conformando una gigante herradura (grachten-gordel), circundan la plaza Dam, donde se alza el soberbio Palacio Real, cuartel general de Luis Napoleón, cuando en 1806 su hermano Bonaparte lo designó rey de Holanda, gestión de grato recuerdo popular.

La historia de Ámsterdam es el recuento de una lucha incesante por su independencia y su libertad. Empieza con el ingenio de sus primeros pobladores que dominaron un terreno poroso de pantanos y luego ganaron territorio al mar, obligando a las aguas a recular. Un contraste notable: mientras el aeropuerto de El Alto, en Bolivia, es el más elevado del mundo (4.000 metros sobre el nivel del mar) las pistas de Schiphol están cuatro metros por debajo del océano.

La integración del forastero a los Países Bajos finalmente culmina el 30 de abril de 2013, fecha en que los neerlandeses acogen con entusiasmo y regocijo la entronización como reina de Holanda a la argentina Máxima Zorreguieta (43), consorte del monarca Guillermo Alejandro. Desde entonces la popularidad de la bella porteña ha ido en fulgurante ascenso.