Detrás del azúcar
Tomás y su familia no pueden irse mientras no paguen. Esta modalidad se llama servidumbre por deudas
Estoy aquí porque debo Bs 1.000, me he endeudado con el contratista, no puedo irme del campamento hasta que no pague lo que debo por comida, alguna ropa también que he comprado”. Son las palabras de Tomás, un potosino que trabaja en la zafra de azúcar en Santa Cruz. Habla en la entrada de su carpa hecha de plástico azul y piso de tierra. Desde allí se ve el interior: una hamaca donde cuelgan ropas para todas las edades, una mesa con una hornilla encima, debajo la garrafa, en una esquina un televisor prendido, una gallina dando vueltas, en ese espacio de 4 x 4 viven, o sobreviven, al calor, la lluvia, la fatiga, este hombre, su esposa (también de Potosí) y sus seis hijos, entre 12 y 1 año de edad.
Tomás y su familia no pueden irse mientras no paguen. Esta modalidad se llama servidumbre por deudas, es lo más parecido a la esclavitud. A su carpa llegan los capítulos de la telenovela de moda, los chismes de la farándula mediática, pero no sabe quién es el dueño de la caña que corta, menos aún que su trabajo es parte de los 8 millones de quintales de azúcar que producen los ingenios de Santa Cruz y Tarija, y que generan $us 125 millones anuales. Cifra inimaginable para cualquiera, con mayor razón para alguien que recibe Bs 25 diarios por su trabajo y que gasta Bs 23 en su almuerzo del día.
Visitar un campamento de zafra entre mayo y noviembre es un viaje al siglo XVIII, salvo por el plástico, el televisor y otros objetos más cercanos a este siglo XXI. Peor aún es la situación de las mujeres que trabajan cortando la caña, invisibles a la hora del pago, puesto que solo “acompañan”, vienen de “yapa” cuando el contratista “engancha” al marido o concubino. De los 30.000 trabajadores de la zafra en Santa Cruz, 7.200 son mujeres, 6.600 son niños, niñas y adolescentes. Es decir que 13.800 personas trabajan, viven en los campamentos, toman el agua contaminada del pozo, pero en las listas no existen.
Y aunque hay acuerdos con los dirigentes sindicales para no contratar niños y pagar a las mujeres, la verdad es que esos acuerdos no se cumplen. Doña Flora contó que diez años antes la había traído un contratista que llegó a su comunidad en Potosí y sin darle tiempo a pensar la subió a un camión lleno de gente, pasaron toda la noche viajando, al llegar al campamento los metieron en unas barracas y les dieron machetes para ir a trabajar. Le costó meses sanar las heridas que le ocasionaron los mosquitos, tenía escalofríos a 30 grados de temperatura, su cabello se llenó de piojos, a mediodía no sabía si estaba flotando en el aire o si pisaba tierra porque el calor le hacía alucinar. Los propietarios, los gerentes, los administradores conocen esta realidad.
¿Disminuirían mucho sus ganancias si sus obreros dejasen de ser tratados como esclavos?