El ser humano, que es un ser-en-el-tiempo (Heidegger), no puede dejar de proyectar su futuro. Empresas, instituciones, gobiernos, ONG, igual que las personas, lo hacen compulsivamente: proyectan «escenarios» para anticipar los cambios en el «contexto» en el que actúan y planificar en consecuencia. Pero incluso tras los escenarios más técnicos (el mercado energético mundial o el calentamiento global, por ejemplo) se esconden premisas/variables que no controlamos —en primer lugar, el factor humano, nuestra propia actuación (principio de incertidumbre)—. Cuanto más complejo el escenario, más contradictorio. Por eso, explorar el futuro es entrar, con Borges, en El jardín de senderos que se bifurcan.

Sobre la economía global hay dos tesis opuestas. Martin Wolf asegura que en 2014 el mundo rico (EEUU, eurozona y Japón) “podría experimentar la primera expansión simultánea en cuatro años”. Mientras, las expectativas de las economías emergentes se disipan: India está en crisis (el crecimiento cae al 5%), China se desacelera (aunque mantiene el suelo del 7,5%) y Brasil y Rusia se estancan. Occidente se reindustrializa y su recuperación está en marcha, aseguran los optimistas: EEUU primero (impulsado por la revolución del esquisto); la eurozona más penosamente, pero también; y Abenomics estaría a punto de resucitar a Japón de tres décadas de deflación. Sin embargo, Lawrence Summers, Paul Krugman y Joseph Stiglitz especulan con un escenario de estancamiento secular o crecimiento anémico, con inflación baja o deflación durante una década o más (la pesadilla de Japón). Estaríamos viviendo el nuevo “normal”: demanda crónicamente deprimida, escasas oportunidades de inversión y exceso de ahorro que se desvía hacia burbujas de activos (mercado de valores y bonos en Occidente, mercados inmobiliarios en países emergentes). Varios factores no económicos lo explicarían: declive demográfico, creciente desigualdad y, quizá, fin de la revolución tecnológica.

Esta última es la tesis de Robert Gordon (Northwestern University, Illinios): no creceremos indefinidamente, pues los últimos 250 años fueron una anomalía histórica. El cambio tecnológico de la tercera revolución industrial (tecnologías de la información) no puede compararse con el de la segunda (electricidad, motor de combustión y petróleo). Las ganancias de productividad por los ordenadores e internet se estancan. Y su impacto transversal sobre la economía y la calidad de vida es estrecho y superficial. Dos datos: 1) en la primera mitad del siglo XX, la esperanza de vida aumentó tres veces más rápido que desde la segunda mitad hasta ahora; y 2) el siglo pasado la renta per cápita de los países desarrollados se duplicó cada 20-30 años; al ritmo actual necesitaríamos 100. Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee (MIT) ofrecen la tesis opuesta: vivimos un cambio tecnológico mayor que supondrá un salto cualitativo en productividad. Dos factores unidos impulsan cambios imparables: 1) la última generación de ordenadores y robots hace una parte mayor del trabajo; 2) la tecnología digital es cada vez más barata. Muchos empleos de oficina, incluso de alto nivel analítico, son sustituibles por trabajo digital (máquinas): traductores, investigadores legales, analistas de datos, etcétera. La tecnología revoluciona áreas de trabajo intensivas hasta ahora inmunes a mejoras de productividad, como la educación y la sanidad. La educación online se difunde rápidamente. RP-Vita es el primer robot de interacción humana para hospitales: le contaremos síntomas y procesará nuestras variables corporales. Brynjolfsson y McAfee hablan del gran desacoplamiento: hasta finales de los 90, productividad, crecimiento y empleo eran variables sincronizadas. En la década pasada se han desacoplado: más productividad y crecimiento no significan más empleo. Pero, ¿quién tiene razón? ¿El pesimismo de las series históricas de productividad? ¿O la promesa de una nueva revolución tecnológica?

La decadencia de Occidente y que el siglo XXI será el siglo del Pacífico son la pareja de tópicos más popular de nuestro tiempo. Muchos están tan convencidos que lo dan por descontado: basta extrapolar las tendencias económicas y demográficas. Sin embargo, el Oriente de los milagros económicos es una zona aterradora: los misiles de Pyongyang podrían alcanzar Tokio; cazas chinos vigilan una Zona de Identificación de Defensa Aérea sobre aguas de Japón; China intercambia con Vietnam y Filipinas amenazas sobre el Mar del Sur de China. Cualquiera de estos conflictos podría descontrolarse y arrastrar a EEUU. Para Gideon Rachman, “la idea de que las grandes potencias nunca tropezarán con una guerra, como en 1914 es demasiado complaciente”. Asia, dice Moisés Naím,  tiene “el mayor potencial para crear y difundir problemas globales”. ¿Y esta es la gente que enterrará a Occidente? Anne Marie Slaughter, en cambio, no cree que estemos acabados. Cambio de perspectiva que apoya en tres factores. 1) Las repercusiones geopolíticas de la “revolución energética” en EEUU. 2) Europa: “Nadie piensa que sus problemas estén resueltos, pero la eurozona no va a desintegrarse”. 3) Comercio mundial: el TPP (Trans-Pacific Partnership) y el acuerdo transatlántico EEUU-UE pueden cambiarlo todo. Europa y EEUU son el 50% del PIB global, tienen la mayor fuerza militar y controlan una cuota creciente de las reservas energéticas. A su capacidad diplomática y de ayuda al desarrollo añaden ser una comunidad de democracias. “Imagínensela”, apunta Slaughter, “extendiéndose por la costa Este de América Latina y por la Oeste de África. Quizá estemos, después de todo, en un siglo Atlántico”. Occidente tiene cierta coherencia, Oriente ninguna.

Pero, sin duda, dirán, el envejecimiento de Occidente y el auge demográfico de Oriente anuncian un declive inevitable. ¿Seguro? India es un país joven, pero las sociedades ricas de Asia son las que más rápido envejecen del mundo. Corea del Sur (1,39 hijos por mujer), Singapur (1,37) y Hong Kong (1,14) siguen a Japón en envejecimiento. ¿Y China? Sus perspectivas demográficas son aún peores. En 2014 la población empezará a caer, y la reducción de la fuerza de trabajo ya afecta a la economía. Su tasa de fecundidad es del 1,2. Pronto será una economía geriátrica, como la de Japón: para 2015, tendrá 200 millones de mayores de 60 años, que serán 300 millones en 2030. En comparación, la transición demográfica europea ha sido menos abrupta. Bastantes países de Asia oriental lo tienen mucho peor. Entre otras cosas porque su exacerbado nacionalismo étnico les priva del comodín de Occidente para revitalizarse: la emigración y el poder blando para atraer los mejores talentos. Entonces, ¿quién estará en decadencia en el siglo XXI?

Los debates de ideas, el contexto cultural, social e ideológico que conforma la visión de los otros se nos escapa en plena era de la comunicación. En suma, no se crean las tendencias: interróguenlas, sométanlas a un tercer grado —mejor, a un careo con sus contrarias—