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Otra vez Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa ha vuelto a incomodar la cabeza inquieta de la progresía nacional al presentarse en el país, renovando la curiosa perplejidad que provoca su figura, tanto por su relación personal con Bolivia como por su trayectoria literaria y política. Incomodidad porque los rasgos antidemocráticos que en el fondo tienen los que propulsan alguna forma de socialismo o sociedad dominada por el Estado les hace dificultoso aceptar la disidencia de pensamiento. Pero, además, porque cuando se trata de intelectuales, hay como un afán subdesarrollado de la izquierda latinoamericana de monopolizar la cultura.

¿Cómo es posible que un novelista tan inteligente y talentoso no tenga ideas de izquierda?, es más o menos el grueso razonamiento que esfuerzan. Afirmar que Vargas Llosa es un grandioso novelista solo prueba una cultura literaria muy limitada en quien lo dice, porque la crítica seria hace rato que le otorga un lugar más bien secundario en las evaluaciones de la novela moderna latinoamericana, por más Nobel que detente. Por ejemplo, Emir Rodriguez Monegal graficaba el fenómeno de los más célebres narradores latinoamericanos de la siguiente forma: “Manuel Scorza, que es uno de los peores escritores del mundo, tuvo un enorme éxito con los analfabetos del mundo entero, mientras que Guimaraes Rosa, que es el mayor novelista latinoamericano, que a su lado García Márquez parece un niño de pecho, Vargas Llosa un analfabeto y Carpentier no sabe escribir dos palotes, tanto que si uno lee Gran Sertón Veredas no puede creer que Cien años de soledad sea un gran libro, si acaso apenas un libro brillante, nunca llegó a ser reconocido fuera de Brasil”.

Se puede estar o no de acuerdo con esta afirmación, o verla quizá muy enfática, pero por lo menos va un poco más allá de los repentinos evaluadores de Vargas Llosa, que estos días comenzaron a citar títulos inexactos y errores de menor cuantía para aclarar su posición con respecto al escritor, que se resume en la fórmula “gran novelista y pésimo político”. Porque la necesidad de hablar de pronto de este novelista o incluso leer algo de él no es nada más que una urgencia intempestiva para seguir hablando de política. Y lo mismo pasa con la derecha, pues los libros del peruano-español enamoran mucho más desde que se volvió un liberal convencido.

Para dejar un rato de hablar de Vargas Llosa, la miscelánea de noticias del New York Times que ofrece semanalmente este periódico me ha dado casualmente el pasado sábado otro ejemplo interesante de lo que digo: parece que al dictador Augusto Pinochet le gustaban mucho los libros, resultado de lo cual llegó a acumular 50.000, el doble que el actual Vicepresidente boliviano. Sin embargo, un Cristóbal Peña que no tardó en escribir un libro al respecto (que se llama La secreta vida literaria de Augusto Pinochet, aunque podría haberse llamado también “La vida literaria secreta de Augusto Pinochet) argumenta, según sigue contando la noticia, que tal afición libresca sería en realidad producto de un intenso complejo de inferioridad, que es casi seguro que el dictador no leyó casi nada de esos libros, y por lo tanto, que no amerita reevaluar las demostradas incapacidades intelectuales de Pinochet a la vista del descubrimiento de esta su afición. En otras palabras: un asesino no puede leer poemas, pese a la contraprueba de Hannibal Lecter.

En la inteligentsia “progresista” del Tercer Mundo hay la curiosa idea de que izquierda es sinónimo de cultura y libertad; y derecha, sinónimo de barbarie e incultura. Todo producto, me parece, también del subdesarrollo, porque es innegable que las élites conservadoras nacionales en nuestros países han hecho ostentación siempre de una ignorancia e incultura desesperantes. Lo cual no significa que en ámbitos menos rezagados haya quedado históricamente claro que el pensamiento liberal fue la verdadera fuente de la cultura de la libertad y del pensamiento individual. Y por el contrario, las ideas de izquierda hayan bebido indiscriminadamente de cualquier fuente de despotismo y represión de la libertad.

La evolución de Vargas Llosa y otros intelectuales latinoamericanos desde sus amores castristas hasta sus actuales posiciones es una buena muestra de una saludable transición ideológica, cuya sensatez a la larga se va a poner en evidencia.