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Alasita

La Alasita tiene dos partes: la devoción del día 24 y la feria. La primera está más potente que nunca, con demostraciones multitudinarias de fe y devoción al Ekeko: creciendo en progresión geométrica, tomando por asalto los espacios públicos y paralizando, literalmente, esta ciudad. Ese mediodía salimos a las volandas para comprar nuestros deseos y hacerlos ch’allar como corresponde. En pleno siglo XXI estamos más iconoclastas que nunca y nuestro espíritu ingresó a la espiral de una idolatría que remueve atavismos milenarios con deseos y codicias reprimidos. Si se cumplieran todos esos deseos, tendríamos el índice per cápita más elevado del planeta. Pero nada disminuye nuestra fe en el dios de la abundancia, que ya es más grande que el manejo de la macroeconomía.

La otra parte de la Alasita es la feria que se instala en el Parque Urbano Central y está  fatal. Te aburres de ver tanta comida chatarra, tantas porquerías chinas y centenares de puestos sin sentido. A pesar del esfuerzo de algunos sectores por mantener sus artes, la feria dejó de ser lo que era: un espacio para el genio artesanal de la miniatura. Se está transformando en una muestra de pacotilla porque dejamos las riendas sueltas a las “fuerzas del mercado” y porque creemos que la creatividad popular se renueva siempre para bien. Falso, ahora te ofrecen collares de perro, pañales chilenos y tarjetas para tu celular. Si tenemos centenares de ferias todo el año (rectifico: toda la ciudad es un mercado), ¿por qué permitimos que la Alasita sea una muestra de la anticultura comercial?

Convocar a la catarsis colectiva en esta ciudad es fácil. La Alasita se llena los fines de semana porque los paceños necesitamos del roce de la multitud agolpada y somos capaces de ir donde sea con tal de pasarla bien con casi nada. Si las autoridades, estatales y municipales, vieran a ese enorme público cautivo como la plataforma para un desarrollo cultural y artístico, tendríamos muchos creadores como Boris Zuazo, quien, perdido por ahí, promueve pequeños muñecos finamente diseñados que simbolizan nuestras danzas folklóricas. 

Un proyecto cultural que pueda normar y controlar con rigor la Alasita requiere la decisión de un gigante y no de una miniatura. Sólo así renovaríamos todo para lograr la calidad y excelencia artística que se merece nuestro acervo cultural: nuestra comida se inspiraría y dejaría de competir con churros, coca-colas o hot  dogs; los juegos de azar retomarían las viejas mañas de antaño; pero sobre todo promoveríamos la creatividad y la destreza local, y dejaríamos de comprar las artesanías de yeso del Perú. Hasta que eso suceda nos quedarán las canchitas. Ellas son eternas y serán siempre el lugar de encuentro para un melancólico desafío.