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Revoluciones

El siglo XIX fue el de las revoluciones de aprendizaje en Latinoamérica; cada vez que el espíritu democrático lograba llegar a un consenso nacional capaz de llamar a elecciones con el ejemplo y el ideal de lo que percibíamos en EEUU, los perdedores se confabulaban para organizar un ejército revolucionario con el fin de derrocarlo, siempre con alguna excusa de legitimidad. Acá se acuñó el término “republiqueta”. Fue siempre un proceso diferente al de las dictaduras militares que, esas sí, desde una plataforma castrense formal se tomaban por la fuerza y el terror las respectivas patrias con el calificativo de “salvadores”. Fue realmente un proceso de aprendizaje hasta comienzos de este siglo, en el que siempre se buscó el control de los factores de la producción y el control político de la sociedad.

La única de las revoluciones contemporáneas —sin rumbo— fue sin duda la Revolución Francesa. El Estado se fue creando por el camino del ch’enko francés, en el entrecruce de fuerzas, liderazgos e ideologías, y naturalmente fue “salvado” por el militar dictador para regresar al camino tradicional, si se lo puede llamar así.

Lentamente en Europa y América aprendimos que la calidad de vida no se podía mejorar con ideologías salvadoras, sino con estabilidades aceptables; y es así como entramos al siglo XX, respetando, cada vez más, los gobiernos legítimamente constituidos, lo cual significó, para nosotros, la plataforma actual del desarrollo latinoamericano. El Gobierno actual del MAS hubiera sido inimaginable hace 80 años, sin un derrocamiento por una revolución o un golpe militar.

Ahora, sin embargo, vivimos la experiencia de los gobiernos democráticos “matusalénicos”, que se perpetúan constitucionalmente amparados por esa búsqueda social de la estabilidad que impera en nuestras sociedades.

Con la Primavera Árabe aparece, de nuevo, el fantasma de la Revolución Francesa. Los pueblos se levantan de manera suicida contra sus gobiernos semiperpetuos o contra las monarquías socialistas sin una meta o una respuesta política, sin imaginar: ¿qué pasará si ganamos? Ocurrió en Túnez y en Libia, y lo vivimos en Egipto, Sudán del Sur, Malí, la República Centroafricana, Myanmar, Siria, Tailandia y en cierta manera en Ucrania, Irak y Afganistán. Todos son casos actuales de esta nueva revolución suicida sin alternativa de gobierno para consolidarla. Es la bronca de un pueblo poco organizado y enfurecido que siente —hasta la médula de los huesos— que su Estado no representa el modelo de vida que quieren para sus hijos y sus nietos. Son pueblos con poco liderazgo, dispuestos a luchar por años, y a sacrificar sus vidas en calles a -20ºC o a +40º C con centenares, millares y hasta millones de muertos y desplazados. En nuestro continente ya hay tensiones similares… ¿reventaremos?