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La fundación del pasado

Hace años recorría la capital de Ecuador, cuya fundación se atribuye al español Benalcázar. En una pared blanca, las palabras espetaban: “Benalcázar no fundó Quito, la destruyó”. Recordé este incidente al leer el nuevo libro de Juan Francisco Bedregal Villanueva, Tras el oro de Chuquiabo, basado en su tesis doctoral.

Conocí a su autor allá por 1973, cuando se llamaba Sebastián, estudiante de arquitectura. Solo tiempo después, como correspondía, supe su nombre de pila. Eran momentos de represión, cuando intentábamos protegernos tras un “nombre de guerra”, que a menudo no era sino una delgada tira de papel transparente. Aunque no organizamos ninguna batalla ni marchamos a ningún frente, las dictaduras y sus “paracos” nos respondieron con plomo.

Años después, Juan Francisco marchó para México, la tierra de las mejores universidades para cursar un posgrado. Se doctoró en la docta Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) tras cinco años de búsquedas y de (des)encuentros con las teorías sobre las constelaciones urbanas. Allí donde no te regalan nada y un título de cuarto nivel exige mucho más que una rápida excursión por aulas de fin de semana, pocas lecturas y profesores apresurados.

No eligió para su tesis dibujar la ciudad y sus armazones ni sus espacios recreativos, quiso más bien explicarse su génesis. Saber cuáles son raíces y cómo se hunden en el tiempo; cómo sus rastros se destruyen y se olvidan, pero también resisten, perduran y reviven con más fuerza como desbordes de sus huellas mnémicas. En su libro, Juan Francisco aborda una lectura heterodoxa de la historia de la “ínclita” ciudad y de la construcción de su cartografía polarizada entre españoles e indígenas, de una “ciudad ibérica en una comarca inca”. Indagar cómo las nuevas piedras, edificios colonizadores o el bautizo de las calles intentaron sepultar otras vidas y otros nombres es bucear en el “tiempo olvidado”. En contraste, cambiar las miradas del pasado-presente-futuro, cadena que en verdad no tiene principio ni fin, significa renovar la lectura social de la historia. Implica armarse de palabras e imágenes para bregar contra los esquemas de dominación del recuerdo y su necesaria contraparte: el olvido. La lucha del hombre (y la mujer, claro está) contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido. Milan Kundera dixit.

La Paz multicultural es un espacio de disputas diarias, pero no solo en clave de presente, sino por el pasado y su apropiación simbólica. Lo que está en juego es el derecho de nombrar y recordar, y por tanto, de apropiarse del sentido urbano. La historiografía tradicional, para reafirmar el origen hispano e identificarse con lo extranjero y “bien nacido” (sic), eliminó, argumenta Juan Francisco, toda referencia a Churubamba y la ciudad andina de Chuquiabo (Chuqui-apu). No fue un acto fortuito,  sino una (re)invención deliberada del pasado, de élites aristocráticas no dispuestas a reconocer el origen indígena del suelo en el que pisaban. Con fuentes documentales e inteligencia, su libro da la vuelta al argumento y emerge otra historia, la de un inicio fundacional impregnado de la visión andina, de cuatriparticiones, huacas y regateos interétnicos construyendo la constelación paceña. Sin pasado no hay futuro —mi meta es el origen, solía decir Karl Kraus—. Hablamos, pues, de un libro polémico y desafiante, como toda buena narrativa.

Es historiador.