Yulia y Vitali (y Dasha, la hija de ambos) son una familia ucraniana que lucha por sobrevivir. Su caso es el de miles de compatriotas que llegan a la capital huyendo del desempleo en provincias, en su caso de un pueblo minero de la provincia de Lugansk. Viven en un barrio-dormitorio del extrarradio, en un piso alquilado. Quisieran un apartamento en propiedad, pero sus ingresos no llegan para pagar la entrada. Yulia es maestra y cobra 4.000 grivnias al mes (unos 520 dólares) y Vitali ha dejado el taxi propio que explotaba por ser una fuente de ingresos inestable y agotadora y se ha colocado de chofer de una empresa, en la que cobra 6.500 grivnias al mes.

Gracias al empleo fijo de Vitali, este año la familia ha podido ir de vacaciones a Crimea, e incluso se permite algunos extras como salidas al cine.

A diferencia de muchos de sus parientes, el matrimonio no ha querido emigrar y espera poder pagar a los preparadores para que Dasha, que dibuja muy bien, pueda ingresar en la universidad. En contraste con la pareja, Lida, la hermana de Julia, es un ejemplo de éxito. En 2005 era una dependienta mal pagada en una tienda de ropa de Kiev, sin derecho a vacaciones ni bajas médicas. Ahora realiza su talento creativo y gana dinero en una dinámica empresa de arreglos florales. Se ha comprado un piso, viaja a París en busca de ideas y diseños para los hoteles de lujo y entre sus clientes cuenta con la Administración del Estado, y todo ello “sin sobornos, solo a base de nuestro trabajo”, puntualiza.

Las presiones del Kremlin sobre Ucrania y la posibilidad de que Moscú les exija pasaporte para visitar Rusia (en lugar del DNI que emplean ahora) desconcertó a Yulia y Lida. Su padre, residente en Lugansk, había decidido sacarse el pasaporte para ir a visitar a sus parientes en la ciudad rusa de Belgórod. Con el cambio de rumbo del Gobierno ucraniano, ya no será necesario. Las amenazas de Moscú irritaron en Ucrania. “No tengo nada contra los rusos, pero nadie les da derecho a insultarnos”, dice Svetlana, una jubilada de 76 años, que cobra el equivalente a 230 dólares de pensión tras trabajar casi medio siglo como ingeniero en la fábrica militar Arsenal de Kiev. La mujer se siente ofendida porque los rusos “no quieren comprar nuestros metales, ni nuestros tranvías, ni nuestros vagones, ni siquiera nuestra famosa ‘tarta de Kiev”. A los agravios soviéticos (no poder llevar el papeleo de la fábrica en ucraniano), Svetlana suma los desencuentros postsoviéticos.

“Tras la desintegración de la URSS, los tanques de nuestros socios en Rusia no se podían vender por falta del equipo óptico que se amontonaba en nuestra fábrica y que tampoco se podía vender sin los tanques. Cuando al final nuestros dirigentes acordaron combinar ambas cosas y comercializarlas, resultó que nuestros almacenes estaban vacíos y nos habían robado el equipo”, dice.

Es corresponsal del diario El País en Rusia.