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Lenguajeando

En La vereda del hombre (Der Eigenweg des Menschen) Max Westenhofer quizá fue el primero en proponer en 1942 la hipótesis del Mono Acuático, le siguió Desmond Morris en el Mono Desnudo; y luego la médica Elaine Morgan en Las cicatrices de la evolución, desde un punto de vista funcional, explicó la mayor parte de nuestras dolencias (obesidad, problemas de espalda, várices y hemorroides, descontrol del sodio…) mediante esta propuesta y alcanzó fama mundial; y hoy, muchísimos de los paleontólogos importantes comparten esta hipótesis. Aparentemente hace unos 6 millones de años, e-namorados de los mariscos y de la protección del manglar, un grupo de monos se refugió en los manglares del lago de Afar; allí aprendimos a vadear, a contener la respiración (acción tan automática como los latidos del corazón), cambiamos el vello por grasa aislante bajo la piel como los hipopótamos o las marsopas, y aprendimos (como lo están haciendo actualmente los monos de probosis en Borneo) a bucear, a caminar en dos patas y a masticar semillas de mangle (no frutas) ricas en carbohidrato complejo, lo que luego nos permitió una evolución en la sabana con semillas de pasto.

Aparentemente la extraña capacidad para contener la respiración,  de la que carecen la mayor parte de los mamíferos no acuáticos, permitió más tarde el desarrollo del habla (por eso los perros o chimpancés no pueden hablar y las ballenas y marsopas, sí). Gradualmente el habla permitió la articulación de palabras y no simples graznidos monosilábicos, y cuando conectamos las dos primeras palabras en un “allá tras la roca” comenzamos a conectar los cerebros en un proceso solo igualado por los mamíferos marinos en sus complejas comunicaciones y canciones.

El comunicar nuestros cerebros como esencia de la humanidad fue definido por Maturana como el deporte del “lenguajear”, que, según muchos, representa la esencia de lo humano. Por millones de años lenguajeamos en la caza y la recolección, en el amor y en la convivencia cotidiana, compartimos emociones, y pronto comenzamos a contar historias en las largas noches de oscuridad. Esta no es una vida muy diferente a la que viví unos días en una casa campesina en Aucapata o con los guaraníes. Precisamente la articulación de cerebros fue lo que nos hizo humanos. La tradición oral de historias las cambiamos por la literatura, con la cual nos encerramos en nosotros mismos. La interacción social, más allá del trabajo, los clubes y las visitas, limitó enormemente nuestro acceso a “la esencia de lo humano” por varios milenios en el mundo occidental. En Pittsburgh apenas movíamos la cabeza al ver al vecino.

La explosión de las redes sociales y del teléfono celular con capacidad casi infinita para compartir información y emociones es probablemente el renacer natural de lo humano.