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Crimea y la disolución de los imperios

No es posible separar por completo los fines de los medios. La violencia engendra violencia

/ 14 de marzo de 2014 / 08:29

Les propongo otra forma de ver lo que está pasando en Ucrania: como el capítulo más reciente en la autodescolonización de Europa. Después de desmantelar el imperio soviético a finales del breve siglo XX, los europeos reanudaron la tarea de acabar con los imperios austrohúngaro y el otomano, incluidos los Estados derivados de ellos como Yugoslavia y Checoslovaquia. Ahora le toca el turno al imperio ruso presoviético. Como si el presidente Putin fuera el zar Vladímir el Último.

Disolver un imperio es un proceso complicado. Los imperios no están hechos con legos, una pieza roja y otra amarilla bien diferenciadas. ¿Qué decide que un grupo de personas en qué trozo de territorio se convierta en Estado? Sin duda, tener una cultura, una lengua, una etnia y una historia en común es importante. Igual que el legado de acuerdos diplomáticos largo tiempo olvidados y las divisiones internas de un imperio o un Estado multiétnico. La voluntad política de los habitantes y sus líderes es crucial. Pero tal vez lo más importante es la suerte histórica, la fortuna que, según Maquiavelo, es “el árbitro de la mitad de lo que hacemos”. Esa mezcla de historia, voluntad, habilidad y suerte es la que dio a Kosovo su independencia, no reconocida por todos.

Me vino a la cabeza esta idea sobre la disolución de los imperios hace unos años, mientras visitaba el supuesto Estado separatista de Transnistria, en el este de Moldavia y al lado de Ucrania. En su extraña capital retrosoviética, Tiráspol, me encontré con una estatua ecuestre de un héroe militar zarista, el mariscal Alexander Suvorov. La estatua conmemora su hallazgo de la ciudad a finales del siglo XVIII. Antes, en Uzhhorod, una ciudad en la frontera de Ucrania con Eslovaquia, había visitado el llamado Gobierno provisional de la Rus Subcarpática, también llamada Rutenia. El Primer Ministro era un catedrático de medicina que me recibió amablemente en un despachito del hospital local. El Ministro de Exteriores se acercó en coche desde su casa de Eslovaquia. El Ministro de Justicia preparó el té. Casi les convencí de que cantaran su himno nacional, que empieza diciendo “Rutenios, despertad de vuestro profundo sueño”. ¡Qué ridículo!, dirán. ¡Vaya opereta! Pero la fortuna maneja el caleidoscopio de la Historia, y de pronto surgen Estados con reconocimiento internacional, que se llaman Moldavia o Montenegro. Sus hijos, sujetos al poder normativo de lo existente y engañados por los libros de texto nacionalistas, crecen dando por sentado que su nación es un Estado.

Después, en un vuelco, las fronteras de los viejos imperios reaparecen en los mapas electorales de las nuevas democracias, como trazadas con tinta invisible. Imaginemos la mayoría que obtienen los partidos y los candidatos presidenciales según colores. Los territorios decimonónicos de los imperios austrohúngaro y alemán son naranjas, los rusos y otomanos son azules. El fenómeno es el mismo en Ucrania, Rumanía y Polonia, aunque varíen los partidos y los colores.

A los progresistas se les da muy bien articular principios universales sobre la igualdad de soberanía y el derecho de autodeterminación de los seres humanos como individuos. Pero se meten en un gran lío cuando hablan de pueblos enteros. ¿Por qué pueden tener derecho de autodeterminación los kosovares pero no los kurdos? Si lo tiene Escocia, ¿por qué no Cataluña? Y si lo tiene Cataluña, ¿por qué no Padania? Padania es el nombre que propone la Liga del Norte para la independencia de esa parte de Italia. A medida que se debilitan los imperios y los Estados multinacionales, cada vez son más los que dicen “¿por qué vamos a ser una minoría en vuestro país si vosotros podéis ser una minoría en el nuestro?” (según la acertada formulación del profesor macedonio Vladímir Gligorov). O, como dijo el otro día el nacionalista ruso Vladímir Zhirinovski, si Ucrania puede tener su revolución, ¿por qué no va a poder Crimea?

Como han aprendido en los últimos días casi todos los lectores de prensa, Crimea fue un regalo que hizo Nikita Jruschov a la República Socialista Soviética de Ucrania hace 60 años, en febrero de 1954, para conmemorar el tricentenario del Tratado de Pereyáslav, que, según la reinterpretación de los propagandistas soviéticos, supuso “la reunificación de Ucrania con Rusia”. El comunista ucraniano Nikolai Podgorni calificó la decisión como “una muestra más del gran amor fraternal y la confianza del pueblo ruso en Ucrania”. Ja, ja. Aun suponiendo que Jruschov no estuviera borracho cuando firmó el decreto, como a veces se ha dicho en tono malévolo, la decisión no tuvo nada de inevitable ni de históricamente “natural”; tampoco de “antinatural”. Si no lo hubiera hecho, Crimea formaría parte hoy de la Federación Rusa, y una minoría importante de tártaros y ucranianos se quejaría de que “¿por qué vamos a ser una minoría en vuestro país si vosotros podéis ser una minoría en el nuestro?”. Pero Jruschov tomó esa decisión, y ahora las iras tienen otro blanco.

Estos resultados no surgen de ninguna necesidad histórica ni justicia universal, sino de dos factores que deberíamos aprender tras más de un siglo de descolonización en Europa. En primer lugar, cuando un pueblo forma un Estado, en general, no está dispuesto a renunciar a él. Poco después de que la antigua República Yugoslava de Macedonia se hiciera Estado independiente, un amigo macedonio me dijo: “La verdad es que, en mi opinión, Macedonia no tenía por qué ser un país; pero ahora que lo es, me gusta”. No es casualidad que el número de Estados en la ONU siga creciendo y nunca disminuya. En la lista de espera están los miembros de UNPO, la Organización de Naciones y Pueblos No Representados. Entre ellos, los tártaros de Crimea.

Y hay una segunda lección todavía más útil. Como insistía el gran antiimperialista Mahatma Gandhi, no es posible separar por completo los fines de los medios. La violencia engendra violencia. Cómo se hace una cosa no solo es tan importante como lo que se hace, sino que es el factor que decide adónde se va a parar. Un divorcio de terciopelo, como en Checoslovaquia, conduce a un lugar diferente que una separación sangrienta. Del mismo modo que permanecer juntos de manera pacífica y voluntaria (¿Escocia e Inglaterra, quizá?), y no por coacción. El uso de la fuerza siempre tiene consecuencias imprevistas. Puede que el zar Vladímir recupere el dominio de Crimea, pero sus actos acabarán por reforzar la independencia de Ucrania.

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La guerra que sí podemos parar

Debemos darnos cuenta, de una vez por todas, de que vivimos en un entorno peligroso

/ 10 de agosto de 2014 / 04:40

Hay guerra en Europa. No, no estoy utilizando el presente histórico para hablar de agosto de 1914. Estoy refiriéndome a agosto de 2014. Lo que sucede en el este de Ucrania es una guerra, una “guerra ambigua”, como la denomina una comisión del Parlamento británico, en lugar de un enfrentamiento abierto y declarado entre dos Estados soberanos, pero una guerra. Y hay otras guerras en los límites de Europa: en Siria, Irak y Gaza.

No estoy diciendo que “Europa está en guerra”. Esa hipérbole se la dejo a Bernard Henri-Lévy. Los países europeos, en su inmensa mayoría, no están envueltos en un conflicto armado. Pero no nos hagamos ilusiones. Hemos vivido durante decenios arropados por la tranquilidad que nos daba pensar que Europa está en paz desde 1945, pero eso siempre ha sido una exageración. En varias zonas del este europeo siguió habiendo pequeños conflictos armados hasta los primeros años de la década de los 50, y después llegaron las invasiones soviéticas de Hungría, en 1956, y Checoslovaquia, en 1968.

En los años 90 la antigua Yugoslavia acabó desgarrada por una serie de guerras, como bien acaba de recordarnos un informe del grupo de trabajo e investigación especial de la Unión Europea, que acusa con bastante credibilidad a los jefes del Ejército de Liberación de Kosovo de haber cometido “crímenes de guerra”.

Kosovo fue el primer lugar en el que vi cadáveres que sobresalían de bolsas de plástico improvisadas y sangre en la nieve. Con aquella sangre aún fresca, hablé con un comandante del Ejército kosovar, Ramush Haradinaj, quien me dijo una frase inolvidable: “Yo no podría ser la madre Teresa”. Más tarde llegó a ser primer ministro de Kosovo, hasta que presentó su dimisión cuando le juzgaron por crímenes de guerra en La Haya; fue absuelto en dos ocasiones.

De allí volví a Europa occidental para encontrarme con que se dedicaban a discutir qué siglas eran las que habían “preservado la paz” en Europa. ¿La UE, la  OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte); o tal vez la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), por la interdependencia económica); la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa), es decir, las estructuras de seguridad paneuropeas); o tal vez la ONU (Organización de las Naciones Unidas)? Estaban debatiendo una premisa que era falsa entonces y lo es aún más hoy. Todavía hay guerra en Europa y en torno a sus fronteras.

Salvando las diferencias, las pequeñas guerras sucias de 2014 tienen un importante elemento en común con la terrible Gran Guerra de 1914. En muchos casos incluyen una lucha por definir y controlar los territorios procedentes de la fragmentación de los imperios multiétnicos que se enfrentaron hace 100 años y los Estados que les sucedieron. Por ejemplo, en la batalla por el este de Ucrania, el problema son las fronteras del imperio ruso. Algunos de los voluntarios rusos que dirigen el movimiento armado en el este de Ucrania se califican a sí mismos de “nacionalistas imperiales”. Desde su punto de vista no son separatistas, sino unionistas. Como dice Vladímir Sorokin en un magnífico artículo escrito en tono satírico, Rusia está embarazada de Ucrania. “El nombre de la niña”, escribe, “será hermoso: Adiós al imperio”.

Durante las guerras de los Balcanes en la última década del siglo pasado, estaban en disputa las piezas de los puzles que habían formado los imperios Austrohúngaro y Otomano, que luego volvieron a juntarse en otros rompecabezas nuevos y más pequeños, como Bosnia, Kosovo y Macedonia. Gran parte de las fronteras que forman el mapa actual de Oriente Próximo datan de los acuerdos posteriores a la Primera Guerra Mundial, cuando las potencias coloniales de Occidente dividieron distintas partes del antiguo Imperio Otomano en nuevos protectorados: Irak, Siria, Palestina. La gran excepción, por supuesto, es el Estado de Israel, pero también en este caso podemos remontarnos a la estela de horror de los imperios europeos, porque la Alemania nazi, con su intento de exterminar a los judíos, constituyó la última y macabra aventura del imperialismo racial y territorial germánico.

¿Qué va a hacer Europa para hacer frente a las consecuencias de todo esto a largo plazo? Lo primero que debemos hacer es darnos cuenta, de una vez por todas, de que vivimos en un entorno peligroso. No podemos ser una gran Suiza, ni desde el punto de vista moral ni desde el punto de vista práctico: desde el punto de vista moral, porque precisamente los europeos, más que nadie, tenemos la obligación de no callarnos jamás cuando se cometen crímenes de guerra; y desde el punto de vista práctico, porque no podemos aislarnos ante los efectos. Los que ahora son combatientes en Siria en el futuro serán terroristas en Europa. Los desposeídos de hoy serán inmigrantes ilegales mañana. Si dejamos que se prolonguen estas guerras locales, acabaremos derribados mientras volamos de Holanda a Malasia en el vuelo MH17. Nadie está a salvo.

En otros tiempos, la anexión de un territorio era una señal de alarma irresistible. Sin embargo, la mayoría de los europeos occidentales permanecieron impasibles cuando Putin puso en marcha su anschluss e invadió Crimea. Como señalan Stephen Holmes e Ivan Krastev en Foreign Affairs, la tragedia del avión de Malaysian Airlines el 17 de julio marcó un antes y un después, entre otras cosas, porque los hombres de negocios se pasan la vida utilizando la aviación comercial. Sin ese hecho trascendental, es poco probable que la canciller Angela Merkel hubiera podido convencer a la opinión pública y a los empresarios alemanes de que era necesario endurecer las sanciones contra la Rusia de Putin.

Pero de qué sirve el lento y blando poder económico de la UE contra la fuerza rápida y dura del Kremlin? ¿O contra las que se despliegan en Oriente Próximo? ¿Qué sentido tiene la mantequilla contra los cañones? La respuesta es: mucho más de lo que podría parecer. Europa, por sí sola, no puede acabar con la guerra en Oriente Próximo. Necesita coordinarse con Estados Unidos y contar con algo más de colaboración de Rusia para poder llevar la paz a Siria o Gaza. En cambio, sí tiene poder suficiente para castigar a Rusia por emplear su artillería y disparar proyectiles constantes desde su territorio contra el Ejército ucranio mientras éste trata de reconquistar su país, y puede tratar de convencer y apoyar a las autoridades legítimas de Ucrania para que logren el acuerdo interno más generoso posible, tan pronto como recupere el control de su territorio soberano.

Las mínimas sanciones que ha aplicado Europa hasta el momento han empezado a hacer mella en el régimen de Putin. Las sanciones reforzadas aprobadas hace dos semanas tendrán, con el tiempo, más repercusión. Las democracias liberales suelen reaccionar más despacio que las dictaduras, y es inevitable que una comunidad voluntaria de 28 democracias sea más lenta aún. Las medidas económicas tardan más tiempo en hacer efecto que las militares, pero al final pueden ser más eficaces.

Hace 100 años tuvimos “los cañones de agosto”, según la sonora expresión de Barbara Tuchman. Este agosto tenemos mantequilla. Fíjense en el papel tan distinto de Alemania entonces y ahora. Poco a poco, el Gobierno de Berlín está haciendo lo que es debido. Está haciendo sentir el extraordinario peso de su relación económica con Rusia, al tiempo que insiste, con razón, en que el coste recaiga también sobre Francia, Reino Unido e Italia. A veces, las cosas cambian. Algunas incluso mejoran.

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