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Crimen y castigo

Me tocó escuchar, una vez, a dos doctores conversando en el pasillo de un centro de salud. A lo lejos se oían los gritos de dolor de una adolescente a punto de parir su primer hijo. Uno de los doctores, el más joven, se preguntaba si debían hacer algo para calmar el dolor de la muchacha. El otro, mayor, respondía: “Que sufra. ¿Para qué se embaraza?”.

Varias conclusiones pueden sacarse de ese breve intercambio. La primera es la idea (remanente en la mayoría de los hombres) de que las mujeres se embarazan; es decir que voluntaria y deliberadamente someten sus óvulos a una fecundación que, podría pensarse, realizan solas. En ciertos casos este acto malévolo de autofecundación se realiza con la villana intención de “atrapar” al hombre. En otros casos es por irresponsabilidad, desidia o vil lujuria. La mujer, como único ser fecundable, viene a ser también el único ser responsable del eventual embarazo, y por tanto, del niño que nazca. Si no era su intención parir, ¿para qué se embaraza? O sea: ¿para qué se abre de piernas?

La segunda conclusión es que tanto el embarazo como el doloroso parto, e incluso el sacrificio personal que implica la crianza de los niños, son una forma de “castigo” por el terrible pecado de haberse embarazado. Es decir, por abrirse de piernas. En una sociedad marcada por el machismo judeo-cristiano-católico, el sexo es tan pecaminoso que quienes deciden dedicar su vida a la religión y convertirse en sacerdotes deben renunciar a él por completo. Y tan pecaminoso es que la mujer que lo comete debe pagar las consecuencias: debe, por tanto, embarazarse. No puede usar medios anticonceptivos, menos aún abortar, pues su castigo bíblico es parir con dolor y con dolor criar a sus hijos.

Al hombre, por alguna inescrutable razón, no se le castiga en la misma proporción y manera por cometer el mismo pecado, en complicidad con la misma mujer que está pecando a la misma exacta hora. Podría decirse que, como él no se embaraza, ha sido liberado de la maldición de Eva.

Por ello, me indigna que sean hombres (esos que felizmente no se embarazan) los que determinen si es o no legal el aborto en Bolivia. Me exaspera que sean las religiones (esos reductos donde los hombres toman todas las decisiones) las que intervengan y decidan las políticas públicas de salud en Bolivia. Y me espanta la posibilidad de que sea ese doctor mayor (de anteojos gruesos y cabello grasiento) el que reciba a una muchacha que, después de haber sido violada, vaya a solicitar un aborto impune en el centro de salud donde él trabaja.