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La contraofensiva neoconservadora

Si esto no es injerencia en asuntos soberanos del Estado, pues se le parece un montón.

/ 16 de marzo de 2014 / 04:00

No me estoy refiriendo a los severos problemas que atraviesa la hermana República Bolivariana de Venezuela, ni a la muy severa crisis de Ucrania. No, me refiero a la contraofensiva neoconservadora que nosotros, bolivianos y bolivianas, estamos enfrentando hoy acá, en nuestro propio país, y contra la construcción soberana de nuestro propio Estado laico.

Todo empezó el año pasado, cuando una diputada oficialista, en pleno uso de sus facultades y atribuciones como autoridad, presentó una demanda de inconstitucionalidad contra algunos artículos del Código Penal que penalizan el aborto. Ocurrió entonces un intenso debate en los medios, que obligó a los sectores de la sociedad a decidirse a favor de los argumentos del más retrógrado conservadurismo eclesiástico, o bien a favor de los derechos de las mujeres. Luego de otro debate —imagino— no menos intenso, a puerta cerrada, el Tribunal Constitucional emitió (con voto masculino) un muy confuso fallo que definitivamente veta la despenalización del aborto.

En medio de este panorama, el Ministerio de Salud tenía previsto distribuir con carácter gratuito la llamada “píldora del día después”, como parte de una política pública que soberanamente le corresponde a un Estado laico de América Latina o de Asia, o de donde sea. Resalto “soberanamente” y “laico”.

Hete aquí que la cúpula de la Iglesia Católica alza el grito al cielo, con titular de prensa y noticia a ocho columnas incluida, y exige al Ministerio de Salud eliminar la provisión de la píldora del día después a las mujeres bolivianas, porque es “abortiva”. Si esto no es injerencia en asuntos soberanos del Estado, pues se le parece un montón. Lo sorprendente fue la respuesta (sumisa es poco decir) del Ministerio de Salud: no pasaron ni 24 horas de la solicitud de la curia y se eliminó la entrega de la famosa píldora. ¿A cambio de qué? se pregunta su columnista. ¿Quién se beneficia de que el Estado boliviano, laico y soberano, se doblegue ante la voluntad de una iglesia que está en evidente quiebra moral? Pues no me digan que lo de Ratzinger fue una muestra de solidez institucional; y las víctimas de pedofilia suman y siguen, pese al “espontáneo” y masivo respaldo mediático que recibe el Papa argentino.

Pero sigamos analizando la información. Lo que se dice (erradicad de la faz de la tierra la píldora abortiva) es igual de importante que lo que se calla. Esto nos puede dar pistas acerca de la agenda detrás de la última decisión del Ministerio de Salud. ¿Ustedes vieron a la cúpula eclesial pronunciándose en algún caso de golpiza-seguida-de-aborto que se haya dado en Bolivia? Yo tampoco. ¿Ustedes vieron a algún cura protestando en contra de la descarada y criminal violación que, para más datos, fue grabada por las cámaras de vigilancia de la Asamblea Legislativa de Chuquisaca? Yo tampoco. ¿La Iglesia llamó a conferencia de prensa para apoyar la figura penal del feminicidio? Mis registros indican que no. ¿Hasta dónde, entonces, llega el “compromiso provida” de los hombres de poder de la Iglesia Católica?

¿Qué hay detrás? ¿Cuál es la “agenda oculta”? Ninguna agenda oculta. Al lado de la exhortación que hizo que quede sin efecto la distribución gratuita de la píldora del día después está el mensaje explícito de que las mujeres llevan “inscrita la obediencia en su interior” para que ellas se acostumbren a que “(…) el hombre, en cambio, lleva la vocación de libertad y de la guía” y para que las mujeres “den un paso atrás en sus vidas personales”. Cito y hago paráfrasis de algunos textos del libro Cásate y sé sumisa, publicado y oficialmente auspiciado por la Iglesia Católica, a través del Arzobispado de Granada.

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Gracias totales

Pablo Rossell Arce

/ 25 de diciembre de 2023 / 09:34

Este columnista toma una pausa. No sé cuánto durará, no estoy aún seguro si continuaré publicando lo que escriba. Pero siento que es momento de dejar este espacio que tan generosamente me ha acogido en su periódico, La Razón. Mis motivos son estrictamente personales.

Quiero reconocer a la gente que me ha leído. Algunas personas vieron mis ideas plasmadas en papel, otras en el periódico digital y algunas otras porque en ocasiones colgué mi columna en alguna red social y tuvieron la generosidad de darle alguna retroalimentación. A cada persona que leyó, ya sea que me contactó o no, quiero agradecerle de corazón.

También quiero agradecer a Miguel Gómez, mi editor. Miguel siempre ha mantenido un perfil súper profesional, haciendo seguimiento a mis fechas y en más de una ocasión ha ido más allá del manual y ha editado mis textos en horarios inapropiados, con paciencia y esmero.

A nuestra directora, Claudia Benavente le agradezco el haberme abierto las puestas de La Razón y haberme dado la oportunidad de lanzar mis ideas para encontrar espíritus con los que conectar mis reflexiones. Me abrió las puertas de La Razón con la generosidad de quien abre las puertas de un hogar en el cual yo he sentido absoluta libertad para discutir cualquier tema.

He denominado mi columna como Orden Caótico y creo haberle hecho honor al nombre: de manera caótica, pero siempre esforzándome por ser ordenado, he escrito sobre energía, banca, transformación, innovación e identidad.

Pero además, el nombre del espacio me pareció que refleja esta realidad pospandemia que vive el mundo entero, no solo nuestro país. Noto que las certezas históricas y las referencias temporo-espaciales parecen haberse trastocado por completo y, sin embargo, soy un optimista radical en sentido de que la humanidad va a salir de ésta con un salto hacia un nuevo sentido común. Las herramientas y los conceptos están, solo falta decidir qué cosa queremos dejar de ser, para dejar ese espacio vacío en el que una nueva creatividad llene de sentido nuestro futuro.

Y dejar de ser lo que creíamos es el paso más difícil, individual y colectivamente. Pensar distinto que nuestros ancestros suena a traición, suena a desintegración. Traición no creo, desintegración; hasta cierto punto, puesto que creo que luego nos reintegramos con una nueva creatividad y un nuevo horizonte.

Este mundo caótico está necesitado de nuevos horizontes. Pero esos horizontes no van materializarse con el actual nivel de consciencia colectiva, y esa consciencia no va a cambiar si no decidimos ir abandonando el equipaje pesado e innecesario de ciertas identidades que cada una de nosotras y nosotros ha asumido como una cuestión de fe y lealtad para con el grupo al que queremos pertenecer. El arte está en quedarse con el legado de valores y creencias que nos hacen crecer y en tener la sabiduría para despojarse de los que no.

Nuevos horizontes y nuevas sensibilidades son posibles siempre y cuando nos expongamos a nuevas ideas y nuevos sentidos comunes. Por eso ha sido para mí tan importante señalar los espacios en los que francamente hemos fallado a nuestra niñez y juventud en materia de educación, y por eso le he dado importancia a aprovechar este espacio de difusión de ideas, para ir motivando el debate y la discusión.

Este caos que vivimos —creo yo— tiene la semilla de un nuevo orden, más humano y más abierto a nuevas sensibilidades. Con esas reflexiones finales me despido de este ciclo de columnas deseándoles a todas y todos ustedes un 2024 lleno de transformación y muchas bendiciones sorpresivas, que salgan de la nada.

Pablo Rossell Arce es economista.

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Atención y experiencia del cliente

Así que la buena experiencia de la clienta final depende críticamente de la experiencia del cliente interno

Pablo Rossell Arce

/ 11 de diciembre de 2023 / 07:17

Cuando nos atienden bien en un negocio o una empresa consideramos que tienen una buena área de “atención al cliente” (aunque la mitad de la población sean mujeres). La empresa o negocio en cuestión se encarga de darnos lo que pedimos (servicio de venta) y en muchos casos se encarga de hacer seguimiento a que su producto sea bien utilizado (servicio posventa) o lo podamos devolver en caso de tener defectos, o nos facilitan la reposición del producto cuando su vida útil ha terminado y nos ofrecen la siguiente versión, más moderna, con un descuento.

O nos inscribimos a un gimnasio y el personal tiene la atención de decirnos que, luego de unos años, somos elegibles para alguna promoción o un descuento especial. O nos facilitan la vida con algún asunto “fuera de procedimiento”, como guardarnos el tomatodo que olvidamos ayer en el local.

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Los estudios en la materia han avanzado hasta un punto muy interesante y han considerado crecientemente los aspectos emocionales de las interacciones comerciales entre clientes (y clientas) y empresas que venden productos o servicios. En última instancia, el componente emocional es crítico, pues puede determinar la preferencia por alguna opción que desde el punto de vista netamente monetario no sería conveniente.

Este columnista tuvo una agradable experiencia con un amigo hace ya varios años, en una salteñería donde atendía un señor por demás encantador y servicial. El buen ambiente al que colaboraba dicho señor motivó a que —en nuestra época de estudiantes— dejemos una abultada propina, equivalente a buena proporción de nuestro consumo.

Muchas de las caseras del mercado desarrollan esta habilidad, generando relaciones personales con sus clientes y “personalizando” la experiencia: ya saben cuál es el patrón de consumo, cuánto piensa gastar la persona y desarrollan una habilidad especial para identificar el tipo de yapa que fideliza al consumidor o consumidora en cuestión.

Cuando hablamos de organizaciones más grandes, con miles de trabajadoras, la relación se despersonaliza. Eso está en el diseño de la organización. El trabajo de una persona en Santa Cruz puede depender críticamente de las decisiones y acciones que tome una persona a 3.600 metros de altura en La Paz y, si no se han visto nunca —cosa que es altamente probable—, es muy seguro que las decisiones del “señor que está en La Paz” incidan determinantemente con la experiencia que tiene una clienta en Santa Cruz.

Entre otras cosas, es por eso que tiene relevancia el concepto de “cliente interno” y, aunque de nuevo, nominalmente se ignore al 50% de la población, el concepto tiene sentido porque en organizaciones muy grandes la urgencia humana de crear identidades vinculadas a lo más inmediato es irresistible. Incluso se hacen campeonatos internos bajo esa lógica: “Comercial” vs “Conta”; “Tecnologías de la información” vs “Atención al cliente” y “Regional Tarija” vs “Beni”.

Entonces entramos en el campo en el que un área da servicios internos a otra. Y si hay fricciones organizacionales, procedimentales, ausencia de recursos clave o incluso malas relaciones personales, esto repercute en que, por ejemplo, la clienta en Santa Cruz deba esperar 40 minutos extra haciendo cola a la intemperie para ser atendida, por un problema no resuelto en La Paz o en otra área distinta a la del front end.

Así que la buena experiencia de la clienta final depende críticamente de la experiencia del cliente interno. Si éste se siente maltratado, porque las otras áreas no le cumplen a tiempo sus requerimientos, probablemente tenga que sufrir un maltrato adicional de la clienta que por fin ingresa al negocio y le reclama por qué tarda tanto.

Asegurarnos que las trabajadoras y trabajadores (clientes internos) tengan un buen pasar es, entonces, crítico para que nuestro servicio hacia afuera genere una experiencia agradable y digna de ser repetida.

(*) Pablo Rossell Arce es economista

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No tomarnos nuestra identidad muy a pecho

Los ‘malvados’ tenían que ser foráneos y, además, la quema debería estar en otro territorio

Pablo Rossell Arce

/ 27 de noviembre de 2023 / 09:47

¿Para qué nos sirve la identidad? De una manera muy laxa y poco apegada al debate académico, se puede decir que la identidad es una herramienta psicológica que humanos y humanas usamos para enfrentar al mundo reforzando nuestra individualidad frente a lo que nos es ajeno y en comunión con lo que nos es afín.

Genéticamente, como dice Joan Manuel Serrat “a menudo los hijos se nos parecen y así nos dan la primera satisfacción”. Nos ponemos felices de vernos reflejados (de ver prolongada nuestra identidad) en nuestras retoñas. Durante la infancia, las afinidades y diferencias de su comportamiento están marcadas básicamente por lo que le señalan los padres y la familia más inmediata. Y todo eso está muy bien, pero cuando llega la adolescencia, los cambios hormonales y la primera transición hacia la adultez marcan el momento de separar la individualidad de la identidad de los padres. Nadie sabe cómo gestionar esta transición de manera armónica.

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Con el paso del tiempo, la mayoría de la gente revaloriza algunos rasgos de la identidad de sus mayores que en su juventud rechazó. Hace unos 15 años hubo —por lo menos en Argentina— toda una ola de rockeros que regresaron a sus raíces musicales y familiares y produjeron sendos discos de tango. Ese paso lo supieron y pudieron darlo debido a que su individualidad y sus valores estaban ya formados. Pero, más importante aún, tenían muy claros sus esquemas de valores y creencias y sabían muy bien que volver al tango no les restaba un ápice de lo que en realidad querían ser.

Y este es el detalle que no siempre cuestionamos: ¿quién realmente queremos ser? El volver a los valores de las ancestras o continuar “peleadas” con esos valores, sin mayor reflexión, nos mantiene en una situación identitaria enclaustrada en nuestra posición frente a esos valores. En este caso, existe muy poco espacio para “pensar fuera de la caja”. Entonces muy poca gente visibiliza y aprovecha esos espacios y opta por una identidad distinta a la del destino (cuasi) genético de apegarse a los valores ancestrales o diferenciarse radicalmente de ellos.

Lo más fácil es no pensar, no cuestionar los fundamentos de nuestra identidad. Da miedo hacerlo: ¿qué pasa si “dejo de ser yo”? La mayoría de la gente entra en pánico de solo plantear la pregunta.

Pero dejar ese espacio vacío y darnos la oportunidad de pensar en ser alguien más es tan importante, para que no pase como le pasó al señor que me llevó en taxi la otra semana, en medio de la humareda de Santa Cruz, y que me explicó que los incendios eran provocados por los cocaleros… en el Chapare.

¿Por qué esa creencia estaba tan enraizada (instantáneamente enraizada) en él? Sospecho que él se percibía como alguien más virtuoso que la gente que quema. Puesto que él se identifica con un colectivo mayor, centrado en el territorio y la identidad tradicional, no entraba en su idea de identidad que fueran los lugareños quienes hicieran semejante atrocidad.

Los “malvados” tenían que ser foráneos y, además, la quema debería estar en otro territorio, para que el modelo identitario de su mente estuviera completo. Para pensar, sentir y actuar de una manera distinta, el taxista del ejemplo tenía que “dejar de ser él”, lo cual lo dejaría en un vacío identitario probablemente aterrador.

Estas ideas vienen de algún lugar… la familia, el barrio y el entorno social inmediato nos remiten a ideas que son compartidas, repetidas y aceptadas sin mayor cuestionamiento como verdades indiscutibles.

Luego, como amplificadores de nuestras verdades pre-aprendidas, tenemos a las redes sociales, que se han convertido en escenarios privilegiados para la queja, la protesta y para el escarnio colectivo de lo que “está mal en la sociedad”, y en ese sentido cumplen la función “terapéutica” de expresar y rumiar nuestras frustraciones y validar nuestra posición con decenas o centenas de personas que piensan lo mismo que nosotros. Al validar esa frustración validamos la personalidad o la identidad asociada a ella. Y son “los otros” los que obran mal. Pero luego estamos tan acostumbradas a esa frustración, que no sabemos quiénes ser sin ella.

¿Somos realmente distintos al taxista de mi relato? ¿No será que tenemos en nuestra mente una idea de lo colectivo y una identidad asociada a ello que arbitrariamente asigna “buenos” y “malos” de acuerdo a ideas que repetimos y rumiamos en el eterno scrolling de las pantallas de nuestra red social favorita, en la charla con amigos y hasta en la reunión familiar? ¿No será que la caja de resonancia nos impide decidir ser otra cosa? ¿Y será que si dejamos nuestra mente en vacío y perdemos el miedo a no ser nadie, podemos decidir —por ejemplo— que ya estuvo bueno de frustración y empezar a ocuparnos de otra cosa?

(*) Pablo Rossell Arce es economista

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Transformación, sentido común y organización

Para que el cambio tecnológico sea viable más allá de la comunidad básica, fue necesario ir más allá del entorno

Pablo Rossell Arce

/ 13 de noviembre de 2023 / 08:22

En alguna anterior entrega señalé que todo lo que la humanidad necesitaba materialmente para contar con el primer tren que funcionaba con carbón, para fabricar y distribuir la fibra óptica del internet nuestro de cada día y para lanzar al espacio las naves que llevaron al hombre —y que llevarán a la primera mujer— a la luna estaban siempre aquí, en nuestro planeta. Lo que hizo posible este nivel de progreso técnico fue el ingenio humano transformado en cultura.

O, dicho de otro modo, el paso de la consciencia individual a la consciencia colectiva. Desde los inicios de la humanidad, cualquier salto tecnológico ocurrió porque a alguien le debe haber parecido un algo que rompía con la forma “tradicional” de hacer las cosas y luego esa práctica que implicaba una ruptura se convirtió en un sentido común, y ese sentido común se convirtió en una práctica social… una cultura, pues.

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Una cadena de sucesivas innovaciones tecnológicas, descubrimientos metalúrgicos y avances en la organización social se conjugaron para pasar de la edad de piedra a la de bronce y luego a la de hierro. Desde el refinamiento en la fabricación de herramientas de piedra hasta la maestría en la manipulación de metales como el cobre y el estaño, esta transición estuvo marcada por el ingenio humano para aprovechar los recursos disponibles.

¿Qué podemos especular acerca del proceso individual de la innovación técnica en estas fases? Para empezar, que el mero hecho de que a alguien se le haya ocurrido usar una piedra para alcanzar un objetivo que no podría alcanzar solo con sus manos, implica la aspiración de ir más allá del cuerpo.

Pero si bien el progreso técnico podría tener algún nivel de concentración geográfica, se necesitó de un nivel importante de difusión del mismo. Este proceso de difusión del progreso técnico se basó en la ampliación de las rutas comerciales y de los contactos culturales. Esto implica que las comunidades necesariamente tuvieron que traspasar los límites de su entorno para ir pasando —de una manera muy lenta y paulatina— a la siguiente fase.

Por lo tanto, para que el cambio tecnológico —que se aparejó con un cambio sociocultural— sea viable más allá de la comunidad básica, fue necesario ir más allá del entorno.

Una vez que, efectivamente, el progreso técnico fue suficientemente extendido como para que aquella época fuera llamada la “era” del material determinado (piedra, bronce, hierro), estamos hablando de que la humanidad superó sus límites temporales.

Para trascender las distintas fases de la humanidad fue necesario, por lo tanto, ir más allá del cuerpo, más allá del entorno y más allá del tiempo.

De ahí en adelante, podemos encontrar un ejemplo tras otro de cómo las innovaciones técnicas, al ser adoptadas más o menos masivamente, llegaron a ser el soporte material de la economía y de la cultura en cada fase de la humanidad. Me referí en mi introducción al tren y a la fibra óptica para dar dos ejemplos. Para ello, encontraremos innumerables individuos —los pioneros y pioneras de los saltos tecnológicos— que literalmente llevaron a sus mentes más allá de su cuerpo, de su entorno y de su tiempo. Incluso en muchos casos, siendo objeto de burla por traspasar los límites del sentido común imperante hasta entonces.

Mi punto es que esta combinación, de llevar la mente —en el caso individual— y de superar la cultura —en el caso de organizaciones y colectivos mayores— más allá del cuerpo, el entorno y más allá del tiempo es la base fundamental para cualquier proceso de transformación. De hecho, no hay cantidad humana de “trabajo duro” que sustituya al cambio de mentalidad requerido para cualquier transformación.

Y, por el otro lado, el “trabajo duro” rendirá más de lo esperado cuando la organización “piense” como una unidad, es decir, cuando la transformación requerida sea parte de su sentido común. Ir más allá del cuerpo, del entorno y del tiempo implica, en este caso, un cambio de actitud, un romper con la tradición, que debe empezar en “la cabeza”, es decir la dirección de la organización o la empresa.

(*) Pablo Rossell Arce es economista

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La inteligencia artificial nuestra de cada día

Es importante destacar que la inteligencia artificial está en nuestras manos y no es un asunto de ciencia ficción

Pablo Rossell Arce

/ 30 de octubre de 2023 / 10:31

¿Cómo aprende una máquina? Básicamente mediante un conjunto de algoritmos que le “enseñan” el tipo de decisiones que tiene que tomar. La modalidad más básica de aprendizaje consiste en hacer una prueba, que implica absorber cierta información y procesarla, recibir una retroalimentación, realizar una corrección o no, según se requiera y repetir.

Eso es básicamente lo que hace, por ejemplo, una bebé que quiere aprender a pararse. Usa sus sentidos para explorar su entorno y, por ejemplo, intentar pararse con ayuda de sus brazos y los barrotes de su cuna. Luego de una serie de porrazos, irá incorporando la información sensorial y propioceptiva que necesite para equilibrarse, asentar las piernas, apoyarse donde necesite y pararse por su cuenta.

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A propósito, creo todos los adultos seríamos mucho más listos y viviríamos con mucho menos drama si fuéramos como la bebé del ejemplo y usáramos los “fracasos” de nuestras vidas como simples eventos de retroalimentación negativa para saber qué camino no tomar y qué cambiar en nuestro comportamiento y nuestra actitud.

Cuando hablamos de una computadora, el primer paso será que aprenda “bajo supervisión”, es decir, con retroalimentación humana que le indique si las alternativas por las que opta son las correctas o no. Lo más básico, por ejemplo, puede ser enseñarle a diferenciar una figura triangular de una que no lo es. Esto es básicamente una función de una neurona, y le tomó a Frank Rosenblatt, allá a fines de la década de los 50 del siglo pasado, una computadora del tamaño de un piano, una cámara con una milésima de resolución que tenemos hoy en día, e incontables repeticiones y retroalimentaciones, hasta enseñarle al aparato a reconocer un triángulo de cualquier otra figura.

Luego de eso, hay que refinar los algoritmos para que la propia máquina vaya reconociendo patrones con menos supervisión humana y, eventualmente, no requiera de aprendizaje supervisado, porque los algoritmos serán tan poderosos y procesarán tal cantidad de información que generarán sus propios mecanismos de retroalimentación.

Es importante destacar que la inteligencia artificial está —literalmente— en nuestras manos y no es un asunto de ciencia ficción ni es algo que haya nacido con el popular ChatGPT, aunque esta herramienta contribuyó decisivamente a su masificación. Gracias a una serie de programas de inteligencia artificial que —dicho sea de paso— se refinan y se actualizan minuto a minuto, es que nuestras redes sociales conocen bien qué contenido darnos: han aprendido qué nos gusta y qué no nos gusta. Y adivina qué: te siguen dando mucho de lo que no te gusta porque se dan cuenta de que te “enganchas” emocionalmente con ese contenido. Reniegas, escribes extensos comentarios negativos, compartes la información en otras plataformas amplificando tus comentarios, vuelves a ver o leer el post que te indignó para ver si alguien está en desacuerdo contigo y seguir alimentando al algoritmo con más comentarios negativos con los que intentas probar tu punto.

Es más, el algoritmo “sabe” que solo necesita activar el ícono de notificación de tu celular porque sabe que en cuanto éste se enciende, tardas unos pocos segundos (y sí, tienes un patrón para la cantidad de segundos que tardas en reaccionar a una notificación) y te vas a enganchar en la discusión de nuevo. Ese es el funcionamiento básico de las redes sociales. Hay mucho más en el documental El dilema social (The social dilemma).

Las apps de mapas nos indican qué camino seguir y dónde está más despejado el tráfico gracias a la inteligencia artificial; las aerolíneas definen su tarifación de acuerdo a qué tanta demanda tiene un vuelo a cierta hora y en cierta fecha porque sus sistemas tienen esa información y ya la procesaron. Hoy en día ya tenemos suficiente tecnología para —por si a alguien le interesa la idea— reconocer una persona en una entidad pública, con información biométrica y evitar el desperdicio de papel de la doble fotocopia de carnet de identidad en fólder amarillo, por ejemplo.

Pero pasando a otro ámbito, hoy en día estamos en un momento en el que todas y todos debemos volver a aprender y volver a formarnos; lo que estudiamos en el colegio hace cinco, 10 o 30 años atrás no comprende muchas de las innovaciones del mundo de hoy, ni lo que vimos en la universidad.

Para que esta columna sea de mayor servicio, les dejo algunos canales de YouTube que tienen muchísimo contenido sobre el tema: Obscurious, Crash Course y Wholesale Ted. Sin duda hay miles más, pero esa es parte de la diversión: que le dediques tiempo a enterarte por tu cuenta. Si enciendo la chispa de la curiosidad con lo que expuse, me doy por satisfecho.

«Este columnista repudia el intento de exterminio del pueblo palestino, con la misma intensidad que repudia los crímenes funcionalistas de Hamás»

(*) Pablo Rossell Arce es economista

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