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Memoria y olvido minero

Un testimonio sobre el mítico Víctor López, realizado por Mariana Pérez y publicado en La Razón la semana pasada, me hizo reflexionar sobre la aguerrida historia del movimiento político-sindical minero. López, luego alto dirigente de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) que siempre se preció de su independencia frente a los partidos de izquierda, ingresó a trabajar en la mina sureña de Quechisla en 1943. Justo en un momento de viraje, pues en adelante vendrían años formativos y de combate para la masa trabajadora del subsuelo y los ingenios: el gobierno nacionalista de Gualberto Villarroel, la fundación de la FSTMB (1944) y la Tesis de Pulacayo.

Entre 1936 y 1952 el proletariado minero tuvo una experiencia inédita en su historia que le permitió, con una fuerza verdaderamente inusitada, proyectarse hacia el sistema político, objeto último de sus rencores y anhelos de transformación. Paralelamente se produjo su autoidentificación como clase, expresada reiteradamente en los distintos eventos electorales (1947) y en la propia lucha político/ sindical emprendida colectivamente.

Se trató pues de una fase caracterizada por una nítida ofensiva laboral que, al parecer, contrasta con la cultura de resistencia, sello característico de la conducta minera en el siglo XIX y la minería de La Plata, cuando el proletario de las minas comienza a conformarse. Sin embargo, esta distancia fue mucho menos brusca y tajante de lo que normalmente se cree. Al examinar conflictos como el de Catavi (1942) se observa que el criterio de legitimidad, pacto y equilibrio formaba parte de una mentalidad minera de larga duración que no pudo ser rota por la ampliación y modernización capitalista del sistema productivo ni por la creciente sindicalización.

Desde esa perspectiva, su identificación como clase y la adquisición de sus formas de organización y lucha se sobrepusieron al modelo precapitalista de resistencia material y simbólica prevaleciente en el siglo XIX, integrado de belicosos motines y acción directa de tomas de minas y destrucción de instalaciones empresariales. Empero, no lo desplazaron totalmente. En los años 40 los mineros realizaron acciones coercitivas en nombre de la costumbre, a la par que aprendieron a dosificar el tiempo político y negociar por intermedio de sus sindicatos.

Además, pudieron construir un discurso de clase en el que se imbricó la conciencia andina y la conciencia proletaria. Ello significaría que a diferencia de los hogares clásicos del capitalismo occidental, una cultura “más obrera” como la que empezaba a afirmarse en Bolivia entre 1936-1952 no exigió una ruptura radical con el mundo agrario y sus comunidades indígenas. Por el contrario, hallaron en el culto al Tío y la celebración de la achura a la par del avanzado debate doctrinal, fuerza para expresarse y cohesionarse. Barrientos, Banzer, García Meza y el 21060 probarían la contundencia de su revuelta para forjar una nación democrática e inclusiva.

Víctor López, moralmente íntegro pero enfermo, vive sus 86 años en Cochabamba. Tal vez siente la soledad de una memoria colectiva que ha olvidado el rol de la vanguardia minera. Pereciera que hoy es más significativo ganar a puños un campeonato o ser despojado de un título en un certamen. Y pensar que René Zavaleta Mercado solía decir que sin los mineros no habría valido la pena de vivir en Bolivia.