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El fin de la inocencia de Europa

La Europa de la UE y la OTAN deberían medir con mayor cautela sus pasos en esta crisis

/ 18 de marzo de 2014 / 07:31

La crisis de Crimea está evidenciando la tozudez de una Rusia que se niega a ceder un metro más en el ya reducido espacio de influencia exsoviético, y la hipocresía de un Occidente liderado por la Unión Europea (UE) y Estados Unidos, que oculta sus oscuros intereses bajo la máscara de una presunta defensa de la democracia ucraniana.

Democracia que no debería estar representada por un Gobierno que ha llegado al poder en Kiev con métodos muy cuestionables y no a través de las urnas. Un gobierno que aparece respaldado por grupos radicales que recuerdan demasiado a las hordas serbias y croatas responsables del genocidio yugoslavo.

Es cierto que resulta difícil diferenciar entre buenos y malos en esta crisis. Rusia ha recurrido a sus estratagemas de principios de los años 90 cuando, con su apoyo a las regiones secesionistas georgianas de Abjasia y Osetia del Sur, impuso un control férreo sobre el Cáucaso. Estrategia eficaz, como dejó claro la guerra contra Georgia de 2008 con la cual Rusia demostró cuán vanos eran los coqueteos de Estados Unidos y la OTAN en esa explosiva región, guardiana del petróleo del mar Caspio.

Pese a lo que se está diciendo estos días, la política de Moscú sobre Ucrania apenas ha variado en el curso de las dos últimas décadas, desde el fin de la URSS, respetando la independencia de este país, pero impidiendo, con presiones políticas y económicas, que se alejara de la órbita trazada por muchos siglos de andanzas compartidas.

Esta tutela rusa parecía asumida a regañadientes por Estados Unidos y la UE. Al menos hasta que ese Occidente, que cerró los ojos o respaldó la injerencia e invasión en lugares como Afganistán, Irak o Libia, decidió que era preciso aumentar hacia Ucrania el coto de caza de sus transnacionales financieras y empresariales, una vez completada la asolación económica y anímica del sur europeo (Grecia, Portugal y España) para después reconstruirlo con sus propias y decimonónicas leyes laborales y sociales.

Malo es que la Rusia gobernada por Vladímir Putin, que persigue a los homosexuales e iza la bandera del nacionalismo xenófobo por encima del respeto a los derechos humanos, se quiera convertir en jueza del futuro ucraniano. Pero es peor aún que el cinismo europeo y estadounidense pretenda dar ejemplo de valores democráticos mientras respalda a los ultranacionalistas de Kiev y condena cínicamente los deseos separatistas de los rusos de Crimea. La mala memoria occidental se olvida de lo ocurrido en Kosovo en 1999, donde la OTAN apoyó con sus bombas y sin permiso de la ONU a la población étnicamente albanesa para romper con Serbia. Si entonces la Europa de Bruselas dijo síes a los albano-kosovares, ahora dice noes a los crimeo-rusos en un extraño y peligroso doble rasero.

 La Europa de la UE y la OTAN deberían medir con mayor cautela sus pasos en esta crisis de Ucrania. No se trata ya del gas que pasa por el territorio ucraniano ni de la pugna geoestratégica para controlar el Mar Negro y los suministros de crudo desde el Caspio. Lo que está en juego es la credibilidad de una Europa a la que, en los últimos tiempos, se le va la mano a la hora de cambiar regímenes, como el libio, mientras sus ciudadanos depauperados por la debacle económica creen cada vez menos en unos manidos valores europeístas con un dudoso fondo democrático.

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Ucrania, una crisis anunciada

Lo que ocurre en Ucrania es la historia de una crisis anunciada de la que aún resta lo peor

/ 2 de marzo de 2014 / 04:00

Ucrania ha resucitado la Guerra Fría en Europa y se ha convertido en campo de disputa entre una Rusia que quiere recuperar la grandeza soviética y una Unión Europea que considera a ese país, en la encrucijada energética de Asia y el Viejo Continente, como una pieza clave de su codiciosa estrategia económica. Los gravísimos sucesos de estos días, además de una pugna por el poder cuyo final parece lejos, son solo un aviso del cataclismo que puede desatarse entre los ultranacionalistas ucranianos, alentados en Occidente, y las facciones prorrusas, respaldadas por Moscú.

Ucrania fue una de las repúblicas surgidas tras la caída de la URSS en 1991. Siempre fue la niña de los ojos de Moscú; de ahí la rusificación impuesta por los zares y continuada por los soviéticos. Pese al yugo del Kremlin, siempre perduró en Ucrania una división entre el este rusófono y el oeste, hablante de ucraniano y más cercano a Polonia y Europa Central.

Más de dos décadas de independencia no cerraron la brecha, ahondada por la presión de Moscú, el chantaje de las empresas energéticas rusas y la presencia de los buques de guerra rusos en la península ucraniana de Crimea, especialmente en su puerto-bastión de Sebastópol. Tampoco ayudaron los intentos de Estados Unidos y algunos países europeos, liderados por Alemania, de inmiscuirse en la política ucraniana, subvencionando a sus dirigentes contra Moscú y en defensa de una democracia “a lo occidental”, mientras el verdadero interés estaba en los gasoductos y oleoductos. Pero ni rusos, ni estadounidenses, ni europeos apostaron jamás por el único camino que habría impedido el choque: la construcción de un Estado ucraniano ajeno a injerencias y con peso internacional propio, barrera y a la vez puente entre la UE y Rusia.

Lo que ocurre en Ucrania es la historia de una crisis anunciada de la que aún resta lo peor. Algunos analistas apuntan a una “balcanización”. No parece, sin embargo, que en Ucrania se den las condiciones que llevaron al desastre yugoslavo. La Unión Europea, debilitada por la crisis económica, no está en la posición que le llevó a intervenir contra Serbia tras el escudo de la OTAN. Tampoco se encuentra Estados Unidos con el poderío de los años 90. Su estrategia está hoy más por la labor de reducir su presencia militar exterior que en buscar nuevos frentes.

No obstante, la situación es muy preocupante, pues en Ucrania se dan las condiciones de un conflicto civil violento. Las posiciones parecen irreconciliables, más aún con el respaldo europeo al nuevo Gobierno de facto y con el actor más imprevisible en este maremágnum, Rusia, nada dispuesto a ceder su esfera de influencia.

Para Moscú, la pérdida de peso en Ucrania dejaría abiertos nuevos flancos en el cercano Cáucaso y causaría una herida anímica en la propia población rusa, desde el Báltico al Pacífico. Los rusos de a pie sobreviven a las penurias y la falta de muchas libertades con la droga del nacionalismo inyectado por el presidente Vladímir Putin y la nueva nomenclatura de poder forjada con sus excamaradas del KGB.

Son estos aparatchiki, resucitados por Putin para dirigir su imperio de gas, petróleo, armas nucleares y grandeza neosoviética, quienes un cuarto de siglo atrás todavía gobernaban sobre los ucranianos. Será difícil convencer a los ultranacionalistas que han accedido al poder en Kiev desde las barricadas para que negocien con quienes llevan en sus portafolios los viejos fantasmas del pasado.

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