El fin de la inocencia de Europa
La Europa de la UE y la OTAN deberían medir con mayor cautela sus pasos en esta crisis
La crisis de Crimea está evidenciando la tozudez de una Rusia que se niega a ceder un metro más en el ya reducido espacio de influencia exsoviético, y la hipocresía de un Occidente liderado por la Unión Europea (UE) y Estados Unidos, que oculta sus oscuros intereses bajo la máscara de una presunta defensa de la democracia ucraniana.
Democracia que no debería estar representada por un Gobierno que ha llegado al poder en Kiev con métodos muy cuestionables y no a través de las urnas. Un gobierno que aparece respaldado por grupos radicales que recuerdan demasiado a las hordas serbias y croatas responsables del genocidio yugoslavo.
Es cierto que resulta difícil diferenciar entre buenos y malos en esta crisis. Rusia ha recurrido a sus estratagemas de principios de los años 90 cuando, con su apoyo a las regiones secesionistas georgianas de Abjasia y Osetia del Sur, impuso un control férreo sobre el Cáucaso. Estrategia eficaz, como dejó claro la guerra contra Georgia de 2008 con la cual Rusia demostró cuán vanos eran los coqueteos de Estados Unidos y la OTAN en esa explosiva región, guardiana del petróleo del mar Caspio.
Pese a lo que se está diciendo estos días, la política de Moscú sobre Ucrania apenas ha variado en el curso de las dos últimas décadas, desde el fin de la URSS, respetando la independencia de este país, pero impidiendo, con presiones políticas y económicas, que se alejara de la órbita trazada por muchos siglos de andanzas compartidas.
Esta tutela rusa parecía asumida a regañadientes por Estados Unidos y la UE. Al menos hasta que ese Occidente, que cerró los ojos o respaldó la injerencia e invasión en lugares como Afganistán, Irak o Libia, decidió que era preciso aumentar hacia Ucrania el coto de caza de sus transnacionales financieras y empresariales, una vez completada la asolación económica y anímica del sur europeo (Grecia, Portugal y España) para después reconstruirlo con sus propias y decimonónicas leyes laborales y sociales.
Malo es que la Rusia gobernada por Vladímir Putin, que persigue a los homosexuales e iza la bandera del nacionalismo xenófobo por encima del respeto a los derechos humanos, se quiera convertir en jueza del futuro ucraniano. Pero es peor aún que el cinismo europeo y estadounidense pretenda dar ejemplo de valores democráticos mientras respalda a los ultranacionalistas de Kiev y condena cínicamente los deseos separatistas de los rusos de Crimea. La mala memoria occidental se olvida de lo ocurrido en Kosovo en 1999, donde la OTAN apoyó con sus bombas y sin permiso de la ONU a la población étnicamente albanesa para romper con Serbia. Si entonces la Europa de Bruselas dijo síes a los albano-kosovares, ahora dice noes a los crimeo-rusos en un extraño y peligroso doble rasero.
La Europa de la UE y la OTAN deberían medir con mayor cautela sus pasos en esta crisis de Ucrania. No se trata ya del gas que pasa por el territorio ucraniano ni de la pugna geoestratégica para controlar el Mar Negro y los suministros de crudo desde el Caspio. Lo que está en juego es la credibilidad de una Europa a la que, en los últimos tiempos, se le va la mano a la hora de cambiar regímenes, como el libio, mientras sus ciudadanos depauperados por la debacle económica creen cada vez menos en unos manidos valores europeístas con un dudoso fondo democrático.