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Otra vez mar(zo)

Me voy a prestar el título de la novela inconclusa de Marcelo Quiroga Santa Cruz  Otra vez marzo para reflexionar sobre una de aquellas fechas que por sus implicancias en el imaginario nacional boliviano se erige en una fecha paradigmática para entender nuestros propios recovecos identitarios. Cada 23 de marzo recordamos el día de nuestro litoral perdido, como si fuera un ritual que condensa todas nuestras frustraciones y fracasos como país; posiblemente esta evocación representa simbólicamente la mayor pérdida territorial por su negación al acceso al océano Pacífico que tiene sus implicancias en la subjetividad nacional.

Esta celebración oficialmente viene con la Revolución Nacional, emergente de las jornadas apoteósicas del 9 de abril de 1952, que sirvió como un artefacto simbólico para reforzar la cohesión cívica en torno a la identidad nacional. En este contexto histórico, por ejemplo, como da cuenta el historiador Gustavo Rodríguez, apareció la figura de Eduardo Abaroa como un ícono insoslayable para configurar una narrativa histórica en consonancia a un determinado proyecto cultural, en este caso específico, del nacionalismo revolucionario.  Si bien el recordatorio de nuestro derecho legítimo al derecho del mar es un hecho insoslayable que anida (o articulado) a una argumentación histórica venida del siglo XIX, empero, la pérdida del mar se ha constituido en la mentalidad nacional una cuestión que ha marcado un signo de derrota impregnado en el imaginario social. Dicho de otra manera, en ese afán del discurso nacionalista para afianzar la identidad de la bolivianidad en antípoda a la anti-nación (como diría Carlos Montenegro), lo que ha producido, como si fuera un efecto colateral, es reafirmar un sentimiento de derrota (el Lamento boliviano, como dirían los Enanitos Verdes). Aquí radica el meollo de la cuestión ya que la narrativa histórica boliviana se ha centrado en reafirmar ese sentimiento de frustración y derrotista que ha marcado inclusive en la propia personalidad del boliviano caracterizado por tener un complejo de inferioridad y esa sensación que históricamente, por ejemplo, nuestro país fue cercenado territorialmente producto de nuestra recurrencia derrota en el campo de los conflictos beligerantes con nuestros vecinos limítrofes. De allí visualizar aquel mapa que muestra estos procesos de mutilación territorial produce un efecto simbólico aterrador que inclusive siguen presentes en los textos escolares nos debería preocupar por este legado de perdedores que estamos dejando a las nuevas generaciones.

Como sabemos, cada recordatorio en torno al 23 de marzo está acompañado por un ritual cívico organizado y alentado desde las instancias estatales que deviene, por ejemplo, antes de la (propia) constitucionalización del Estado Plurinacional pero que hoy están intactas develando la relevancia de estas celebraciones, a pesar de sus efectos nocivos para la propia subjetividad de los bolivianos. Esta ritualidad cívica en torno al Día del Mar sale a colofón toda vez que se necesita cohesionar a la sociedad y se reitera al unísono la necesidad de reivindicar el derecho histórico de Bolivia a la salida del mar sin reparar que estos actos sirven para fortificar ese espíritu derrotista que tenemos los bolivianos, y a nombre de la “nación boliviana”, reforzados por aquellos símbolos nacionalistas, muchas veces acompañados también por íconos republicanos, ya que  los mismos permanecen intactos en las capas profundas del imaginario social boliviano.